Aquel 11 de abril: la venganza de un sueño común

En lugar de día hubo en todo un mal presagio,  pero la claridad del verano que ya se iba no dejaba  prever lo que ocurriría un rato más tarde: nada se parecía aún al miedo y a su nuberío gris allá, en las ondulaciones del Ávila.

Caracas bullía como siempre, febril. La vida se apuró desde temprano, pero  algo, no se sabe cómo, dolía en su cotidianidad. Nunca fue lo mismo lo cotidiano. Del otro lado, allá donde el valle se curva sobremanera, hacia Petare y Machiques, comenzó a gruñir un puñado de seres en torno a la gran casa del petróleo que inventó Chuao. Unos pendones esgrimían unas banderas que flameaban de mala manera, como si remedaban aquellas cruzadas del odio que enarbolaban el comienzo del horror. Alguien, entre tanta rabia reunida, un mílite, azuzaba la malentraña, la emoción contagiada con hiel y amargor. Animaba desde un púlpito la falsía de un descontento, a la que acostumbraba dar curso la convivencia de la democracia. El convite de esa ánima castrense alentaba una marcha hacia la mansión donde vivía el poder popular y su principal desvelo: el primer soldado bolivariano, el inventor de un sueño común, el de la sociedad del devenir largamente ansiado, al fin real o con la ilusión de lo  posible, el de la esperada, histórica redención colectiva, a la que Bolívar rindiera su desvelo hasta el último dolor de 1830.

No era humana la convocatoria allí reunida en el este del valle al que Oviedo y Baños, un relator de nuestra anécdota histórica más remota, comparaba con un temperamento como del cielo. No, no era persona indistinta, persona civil la allí, convocada: era jauría, animalancia. ¿Qué quería? El consentimiento de toda emoción del disenso, legislado por el griego Pericles, se había mudado en grita salvaje, en lobuna intención asoladora.

Entonces se precipitaron aullando, enseñando paños, trapos manchados de anatemas que pregonaban sus dueños. En lugar de rostros con semejanza a civilización quienes así avanzaban con variopinta mezcolanza de rabia primaria malocultaban el caos de lo nulo, de la nada: su voluntad consistía en ir a desolar con sangre lo que el entusiasmo popular había convertido en sentimiento del absoluto, en labor de un ensueño: la sociedad de la igualdad.

Todavía permanece árida aquella pesadilla de atilas ansiosa de ruinas, ahíta de escombros. No marchaban como humanos en pos de un desánimo, una objeción: se agolpaban enlazados por las ganas de acicalar un desierto atribuyéndole arrestos de disparos, de puyas heridoras, de remedo de gruñidos.  Allí, en la memoria más triste, persiste la huesa de su pasado. La hórrida labor que los encendía comenzaría a cobrar final de vidas, la caída del inocente, la tumba de cualquier ser manso. ¿Eran venezolanos los domeñados por esa oscuridad ululante?

Ciertos gendarmes, obedientes al llamado de un munícipe, se dieron a gritar sus armas parapetados tras las máquinas que le servían de escondites. El color púrpura de la muerte da libre curso a la calle con nombre de héroe nacional y de ilusión. La horda divulgaba de esa guisa el sordo contentamiento de echar por tierra lo que había tardado el país en conseguir el abrazo de la dicha y la ternura al recoldo de una voz encendida de reclamos de desigualdad y hasta de oprobio. En su búsqueda para silenciarla, para quebrarla, iban los desalmados. Traían consigo u ocultos en la traición y la cobardía ánimas del desprecio, espíritus del rencor, figuras de la tiniebla. Entraron a la casa de todos los venezolanos, preguntaban por la sonrisa y la alegría de quien ofrecía domicilio al más común de los venezolanos. Preguntaban. Mejor, mostraban los colmillos del odio llamando a Hugo Chávez Frías para amarrarlo con insultos, con abjuraciones, ansiaban derribar su existencia. Se lo llevaron, se lo quitaron a la nación que tanto lo quería.

Cuando creían conseguir el fin de nuestra historia de redención colectiva, el barrio, la calle, el soldado justo, la justicia humillada y ofendida,  fueron con palos y banderas a buscar a su amado soñador, aherrojado en alguna isla por los secuaces de cuartel y oficina y lo trajeron de nuevo a la eternidad en la que hoy persiste en cada pálpito, cada respiro, eternamente.

Entonces amaneció entre nosotros un día sin nubarrones ni oscuridad. Amaneció para siempre en la historia al fin vencedora de la nada, a fin vengada.

Luis Alberto Crespo

 

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