“(…) y los ricos”, agrega Jorge Manrique en su imperecedera Elegía. Así, supimos que quien trabaja con sus manos -aún transcurría el siglo de Oro- sufría igualmente de los achaques de carpintero, albañil, que fueran encomendado por el Señor. Resulta muy pronto adjudicarle el término de obrero -tan del siglo XIX- a hartos siglos de esclavitud (pensemos en aquellos hombres hormigas, obligados a levantar las pirámides y a los que construyeron toda una serranía de China para encerrar la muralla kafkiana) los cuales adelantaron con creces los que habría de llamar Carlos Mark proletariado y luego lumpen y nosotros plebeyos en los albores de la Revolución Industrial y la imperecedera utopía de la sociedad socialista, lo que explica el por qué la hoy menoscabada Revolución Soviética ostenta aún bien alto en la bandera, en la piedra y en dije de sus funcionarios, la figura de la hoz y el martillo, por simplificar el juntamiento del obrero y el labriego.
En lo que llevamos dicho ya el término obrero dejó de apropiarse inconsultamente de su menester urbano y su hábitat de barraca y defensoría sindical. Harta y desmandada fue el derrotero del hombre que vive por sus manos (la Antigüedad, La Edad Media y mucho más luego) cuando calificaba su oficio y sus dones de artesanos, según el decir de Miguel Ángel y Leonardo, acaso porque en su genialidad creativa, estética o industrial, prefiguraba el trabajo, la labor, il laborare.
¿No es acaso esmero u obstinación de artesano, de obrero de las artes plásticas, la escultura, la narrativa el ensayo, la poesía?
¿Cuántas veces el artista anónimo no esculpió, talló o pintó templos, palacios? Fueron, así, también obreros esos que inventan (en desmedro de sus logros estéticos) y no sólo los que viven por sus manos de modo vicario con la cibernética. Todos somos obreros hasta de lo precioso, del sentimiento y de la idea. Y decimos no a piejuntillas la inveterada injusticia de su reconocimiento interior y de su persistencia material.
Luis Alberto Crespo