Pudo haber sido la mano de Adriano González León quien dijera de esta mujer blanca y de mirada triste que solía vivir a puertas cerradas de sus últimos insomnios.
Acaso nadie como el orfebre de Las Hogueras más altas habría sabido llevar de su mano suavísima como nadie entre nosotros, entre la piedad y la celebración, con esmerado cuido de lucidez extrema y emoción contenida, el postrer vivir de Antonia Palacios, muy quedamente, de modo que su corazón, detenido un 13 de marzo, no sufriera tan pronto de los desmedros del silenciamiento que la lsatima, nuestro hacendoso silenciamiento, pero tocóle a Marta Traba, a su altiva y depurada prosa de escritora, no la de aquella de su heridor oficio de crítica de arte, amar como pocos la nostalgia que dejara su definitivo mutismo mientras el verano de una casona de Altamira arriba caraqueña sirviera de mortaja a esa rubia dama, harta ya de excelencias creadoras, de extrañas excelencias creadoras, los ojos siempre de mañana, al otro lado de su habitación, que casi por compromiso con el enigma, le dio vuelta fatal a la aldaba de la luz de la lámpara junto a su lecho.
Dijo entonces esto Marta Traba, apenas enlutó a su castellano precioso: “…yo le preguntaría a los escépticos: ¿conocen a alguien que quiera sobrevivir día tras día, que lleve sobre sí la carga de la vida como un fardo de hierro, que pase las noches arañando paredes, corriendo por habitaciones vacías, arrojándose al piso a garabatear palabras extrañamente coherentes en pedacitos de papel, con cabos de lápiz buscados afanosamente entre el caos de los cajones arrancados de quicio?”
A esas horas de la inimitable escritura del adiós con que la despide, evocándola, la escritora colombiana, Antonia Palacios, “este brillante y escandaloso ser que vive amortajado”, moría ya de vida insoportable. Ya era 13 de marzo de 2001. Aún lo es, pues su tiempo no nos pertenece para recordarla, porque nosotros, dijera Blaga, allá en Rumanía, “olvidamos” y tal vez sea esa su obra más perdurable.
Luis Alberto Crespo