Le reclamó a la fama el haberle hecho esperar. El mismo fue su juez y su penalidad. ¿Por qué anduvo siempre de segundón -adujo- en los concursos literarios y hubo de aguardar al menos que lo mencionaran? Argentina no fue amable con sus dones. Allí emprendió oficios inanes, perpetró el comentario, el juicio valorativo literario y regresó como apaleado a Montevideo, a la que cierto día la bautizara Santa María, la ciudad mugrienta. En ella hizo la crítica de Marcha, la revista inefable.
Fue terco en su determinación de hallar en la escritura el refugio de una vida sin aplausos. Insistió; en verdad sus primeras narraciones flaqueaban. Aún no había inventado sus obras maestras, El pozo, Juntacadáveres, El astillero, La cara de la desgracia.
Apenas las concluyó la crítica y el negocio editorial lo fueron a buscar. Le llamaron maestro, al fin. México difundió no pocas copias de su arte de narrar, su amargo arte de narrar y reunió sus obras completas.
Antes había conocido la cárcel de la dictadura uruguaya y de nuevo las rejas, acusado de pornógrafo. Se había ido a Madrid en busca de un escondite. Amó con fervor el mundo desolado, la mujer como una herida larga que no siente con sospechas de traición y de prostíbulo. Practicó la tristeza y su mueca. Anduvo, en verdad, solo. El pozo, diríase, fue su obra y sus versiones visibles o a escondidas hasta su muerte. Entendió la vida como una empresa en descomposición. Nadie allí se salva, ningún habitante de la pútrida Santa María. Lo social, el asunto político, cuando lo abordaban sobre el tema, recibió su indiferencia. Sólo quería curvarse sobre la máquina, para crear vencidos, lastimados, pobres diablos, homicidas, suicidas. Alguien, Larsen, uno de sus personajes más recurrentes, quiso regentar el prostíbulo perfecto donde cupiéramos todos. No en vano fue faulknereano y la Fundación que lleva el nombre del maestro de Absalón, Absalón lo unció como su seguidor por excelencia.
No desmayó nunca en su determinación de mostrarse elusivo, doble, varios personajes y ninguno. El mismo se prestó para actuar en su narrativa del fracaso con nombre y apellido. En esas páginas se definió como el hombre de la cara aburrida.
Súbito comenzaron a eternizarlo, sin que él ayudara para nada en tal perpetuación. Reeditaron sus novelas y cuentos. Conoció merecimientos de toda suerte, lo tradujeron a varias lenguas, no pocas de sus obras sufrieron remedos del cine. Lo invitaban a Congresos, a eventos universitarios y de casas editoras. Frecuentó a Venezuela. Vargas Llosa le arrebató el Premio Rómulo Gallegos con La casa verde.
Volvió a esconderse en Madrid y allí lo sorprendieron con el Premio Cervantes después de haber jurado que nunca jamás escribiría. Su arte de lo sórdido humano, de la suciedad, la corrosión, no hizo caso a tal juramento y se burló de él. Nadie fue tan onetteano entonces.
Luis Alberto Crespo