Ocurre derrota de la curiosidad si se escudriña la vida de este bogotano del siglo XVII que no fuere lo que revela y narra su autor durante la desmesurada confidencia de esta papelería de vario asunto, a la que no sin marcada ironía denomina carnero, por querer acusarla de alijo inútil con destino a tacho de basura o cuando mucho a depósito o basurero del olvido.
Si no fuera por quienes se dieron a la caza de sus huellas, como hiciera, y con enjundia de minuciosa verba docta, Darío Achury Valenzuela en el prólogo que cediera para los Clásicos de la Biblioteca Ayacucho, la noticia sobre Juan Rodríguez Freyle habría sido, cuando menos, mezquina. Al desvelo del prologuista debemos la copiosa anécdota -tal las abultadas páginas de su libro- que lo trajeron a nacer en Santa Fe de Bogotá al arribo de sus padres, Juan Freyre, soldado del conquistador Pedro de Ursúa, asolador de los pueblos de Las Indias, perseguidor del perfume de la canela, y doña Catalina Rodríguez.
Con redicha noticia la eternidad del autor de El Carnero quedó así libre de enmiendas. Fue entonces posible seguirle sus primeros pasos de provechoso estudiante y desde temprano ahíto de lecturas de la España del Guzmán de Alfarache, el enrevesado Góngora, de Fray Luis de Granada y más tarde de Cervantes, todos prosa y verso de aquel siglo dieciséis que fue de oro, luego inencontrable, hasta entrado el tiempo de las generaciones literarias que lo exhumaron.
¿Qué hizo mientras viviera hasta los setenta y seis años cuando cesó de manchar con su pluma de azor las páginas de su obra? Se fue a España cuatro veces seguidas, anduvo de viandante madrileño y de demás pueblos, mundano y petrimetre. Mientras de esta suerte agotaba su juventud apareció publicada la Elegía de Juan de Castellanos, el poema más largo que se conoce en el mundo, supo del desastre de La Armada invencible, la muerte del Corso y avizoró al pirata Drake antes de que asolara a Vigo y Cartagena para desesperación del rey Felipe.
Ya en Colombia, en la Nueva Granada, hizo de todo lo divino y lo humano porque fue presbítero casi obligado por culpa de la carestía de catequistas y de soldado con orden de matar indios. A esas horas, y con oficios tan dispares, pudo concluir pródigos conocimientos de gramática y de retórica sin que nadie sepa aún si asistiera a alguna aula universitaria, como sí lo hiciera Hernán Cortés en el Aula Mater salamanquina, discípulo de Fray Luis de León.
Se casó, tuvo prole, mansión grande y bastante pintura de ganado. Se enredó en rencillas, intrigas y fue pasto de injusticias, la mayor de las veces por malandanzas de duques y gente empingorotada. Conoció la pobreza y fue irónico con ella, como fuera su talante.
Un día de 1638 culminó El Carnero. En esa verdadera república de letras ocurre todo: la descripción y comento de los pueblos conquistados de Las Indias Occidentales con espada y con cruz, los pormenores de tal saco y la biografía de esas sociedades de cabildos, repartimientos y encomiendas, ahorcamientos de garrote vil y filo de arma blanca.
No hubo género que no copiara en su libro: el de la historia, la crónica, el cuento, el relato narrativo, la biografía, el del mito, el de la leyenda y sus pormenores de sosiego y belicismo, el de la muerte, siempre vecina, la maldad, el perdón, el amor y su desencanto, la sonrisa y la mueca, la opulencia y el harapo. Antes de llamarlo El carnero trató de motejarlo con un nombre de imposible caletre y fracaso de la memoria, cuya oratoria fuera habitual encomienda editorial en esos tiempos. Hubiera querido nombrarlo Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de Las Indias Occidentales del mar océano y fundación de Santa Fe de Bogotá. La brevedad y metáfora de su título definitivo y el prestigio de ser el primer día del había un vez de las letras colombianas y del Continente desmienten el destino de basural al que quiso confinarlo el tan escurridizo Juan Rodríguez Freyle, sin que conociera desmedro su inagotable nombradía.
Luis Alberto Crespo