Sergio Buarque de Holanda: cuando El Paraíso quedaba en Brasil

Desde siempre se llamó así, con patronímico de pretensiones mantuanas brasileñas. Pronto creció como un muchacho flaco y desgarbado pero que nunca en desmedro de su contextura de averiguador de las antiguas lecturas de los clásicos portugueses.

Quien llegaría a ser una biblioteca viviente, una obra literaria y humanística agobiante, empezó casi al final de la adolescencia con una bisoña obra literaria cuya excelencia causó estupefacción.  A esas horas ya era Sergio Buarque de Holanda y su biografía cobraba, con apuro de leguas, la desmesura de su patria verde: descolló en la ciencia histórica y cualquier otro género de las letras. Su única invención solitaria fueron unos cuentos de los que su eternidad se niega a recordar. No hubo periódico ni revista donde no luciera su rúbrica. La crítica literaria le reservó las más acabadas muestras de sus dones. Profesó la ironía con el mismo fervor que debía al ateísmo.

Las aulas universitarias le sirvieron de domicilio fijo. Viajó incontables veces a Europa. Se tardó largo tiempo en Alemania, cuya lengua repetía con holgura. Leyó la vanguardia del surrealismo bretoniano y anduvo en el transiberiano de Cendras, abrevó en el futurismo de  Marinetti sin dejar su feligresía  modernista y primitivista.

Agotó hartas páginas escribiendo libros de historia, las más de las veces sobre el Brasil y cualquier frontera del Continente. Lo llamaban las cátedras de las universidades de Norteamérica y la UNESCO lo invitaba sin demora para que la representara en nombre de la antigüedad suramericana. Lo ungieron como individuo de número las academias.

Fue socialista, proclamó la intolerancia  y sufrió los fierros del cautiverio. Gilberto Freyre lo tuvo por una figura alta del humanismo brasileño. Sabía de todo y hasta fue antólogo de la poesía de su tierra, íntimo de Manuel Bandeira, de Oswaldo y Mario de Andrade, de Drummond y su sentimiento de itabirano,  celebró los cantos de Vinicio de Moraes, despilfarró juventud en los mentideros literarios y mundanos de Sao Paulo y Río.

De sus estadías en Alemania trajo noticias de Hitler, de Mussolini, de la infancia de la Unión Soviética. Tradujo  a Eliot. Creyó en Getulio Vargas. Su obra escrita es una verdadera república de papel: Caminhos e Fronteiras, Cobra de vidrio, Literatura colonial brasileira, James Joyce, Estética, A era do Barroco no Brasil, Literatura Francesa: Estudio sobre Jacques Rivière y una enorme papelería de notas de periódicos (fue corresponsal de Associated Press)  y revistas. De Alemania se trajo las primeras 400 páginas de su Visión del Paraíso, para que en ellas cupiera todo Brasil y el Continente y los Motivos edénicos en el Descubrimiento y Colonización del Brasil  hasta que se le detuvo el corazón en 1982, pero no  Sergio Buarque de Holanda.

No. El es del tamaño de su país y de sus lectores: esto es, de su estatua de mármol vivo.

 

Luis Alberto Crespo

 

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