La última mirada de Marta Traba

Vino del sur, como lo que vuela de paso, sí, como esos pájaros. Aprendió a no mover sus ojos, a entrar en ellos.

Era bella, perfecta, imposible. Fue su don. Lo supo temprano. Era su designio . Se aprestó para eso, para saber mirar. A pensar con sus ojos lo bello, lo que permanece. Se esmeró así en sabidurías. Supo que su mirar de existía hasta después de sí misma, que era también una lectura, una escritura visual. Además, para inventar la estupenda mentira de fingir personajes, de crear sentimientos y para decir no.

 

Escritora fue mirando, poeta de pronto, imaginera del había una vez también, varias veces, como aquella, su celebrada novela Las ceremonias del verano. Pero más y para siempre atendió a la creación del otro sobre los muros, lo íntimo de la forma interior y la intemperie del afuera, el rasgo, el tinte, la piedra oscura y blanca, el hierro, lo frágil. Pasaba, vi viéndolo lo creado por el hacedor de las artes, migrando como el ave que digo, la pupila fija; y buscaba el hechizo de lo que veía, eso que es su sofisma, esa pasión de valorar lo inefable.

 

Se llamó Marta Traba. Venía de Buenos Aires y no tardó en posarse en Bogotá.  Para entonces, su ojo se había agudizado sobremanera, dulce, airado, sedoso, zahorí, de nuevo dulce, difícil, de tórtola, de cernícalo. Miraba y dijo lo que miraba, lo volvía meditación, augur, sentencia, suspicacia, certeza, duda. Le dijo a su permanencia colombiana Mirar en Bogotá, como luego, durante su permanencia en Venezuela le dijo Mirar en Caracas. Su sinceridad en los juicios, su valentía, mejor, le atrajo hartos denuestos, bien que no pocas loas. Ella seguía sin desvíos a su sino: la mirada. Inventó lugares, espacios, donde velar por la preciosidad. Su entendimiento con la inteligencia y la emoción suscitó, en verdad, la controversia.  Era su pasión, casi su amor. Había inventado, además, la crítica literaria del arte, del arte cultural, que todo lo abarca: la estética y su glosa, su prosa.

 

Del mismo modo fue mujer, dio hijos; fue, pues del común. ¿Tuvo tiempo para eso?  Dijeron que no dormía. Como el vencejo. Ciertamente no hubiera podido retardarse de haberle concedido reposo y ocio a su pupila averiguadora que después transfiguraba en pensamiento y por último en el goce amoroso. Toda belleza es terrible, como lo angélico, aseveraba Rilke. Ella la ofrecía con su rostro y su escritura bien temperada, su gracia en el decir, mas, asimismo, inquietaba, temible, como solía serlo, en sus objeciones, su disenso.

 

No bastaba con adjudicarle su título el valorativo, convencional, de crítico, sin más, olvidando que regalaba al lector un estilo sin nombre, una refinada y docta literatura de lo bello, hasta en lo heridor del vitriolo ante su deterioro, su torpeza o su equívoco, según la excelencia y según el fracaso del hacedor o del artesano, como se motejaban a si mismos los artistas del Renacimiento.

 

¿ Qué la inquietaba, la alarmaba? La desobediencia a la identidad y definición de una estética nuestra, propia, sin la sumisión al mimetismo, al remedo de los gustos artísticos foráneo, neuyorquino, y de la sociedad de consumo, que ella tildaba de empresarial, de clase dirigente, los del adorno de parapeto, el embrollo informe y óptico de los espacios del centro comercial, la plaza del promontorio de cemento, el muro de la avenida y del esperpento, la copia, la imitación, en suma, tantas veces sosa, del mejor cinetismo, por ejemplo, mientras que en la creación literaria éramos  invencioneros de alto relieve, con señas de identidad indistinta, única.

 

Nunca pactó con lo que ella nominara el analfabetismo cultural, la barbarie consumidora, esto es sin conciencia histórica, social, política, distraída del pasado, del devenir, sin ideología; por ello conoció la abjuración y el mohín del desconocimiento de parte de las sextas banderizas político-culturales, quienes vieron en ella la incómoda presencia de su juicio crítico entre los fastos del gusto superficial y el equívoco de la modernidad artística. Su perennidad ha sido celebrada desde el 2005 en el tomo 218 de colección clásica de la Biblioteca Ayacucho.

 

No anduvo sola Marta Traba en su autenticidad y en su destino. Se encontró con la valía intelectual y académica de Ángel Rama, el fundador con José Ramón Ramón Medina de la Biblioteca y animador, como ella, de la revitalizadora discusión de la cultura nacional y latinoamericana. Ambos frecuentaron las aulas universitarias de la ciudad, nuestros encuentros internacionales de la estética y el pensamiento y las páginas literarias de los periódicos caraqueños.

 

La desgracia también los unió cierto aciago día, un noviembre de brumas en Barajas. Era 1983. La bella de la mirada acuciosa y averiguadora de lo precioso fijó esa vez sus ojos en la muerte, que es cuando comienza la vida del espíritu, dijera Hegel, y la lloró, con todos nosotros.

Luis Alberto Crespo

 

 

 

 

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