Cuando Turmero era un pueblo de orilla gomecista quien habría de ser un esteta de los desechos y las cosas inútiles semejaba a cualquier mocoso de esas esquinas de la carretera que iba para Maracay, la casa y el jardín que el dictador de faz de bagre había convertido en latifundio personal a toda Venezuela y matadero humano a los que le adversaban.
Fue en ese entonces Mario Abreu uno cualquiera de las revueltas callejeras en esos aledaños de pulpería, taller mecánico y sembradío, punteados de granjas de bolsillo. Turmero fue, así y por mucho tiempo, poblado de paso, ventana de decir adiós, ruido automotor y no imaginó nunca aquel muchacho que sus manos de lanzar piedras y malbaratar reyertas se prestarían a transfigurar lo que soslayaba el desperdicio o el cachivache de los baldíos y sumideros.
¿Cómo y cuándo se supo un predestinado del arte? ¿Qué día ocurrió el primer invento de su imaginación? Monsanto, el gran colorista Monsanto, lo invitaría a quedarse en sus clases y Mario Abreu se encontró pronto consigo mismo cuando lo que imaginaba fue casi enseguida el motivo, esa frase de Cézanne, desideratum de la inteligencia del artista con su mirada taumatúrgica frente al paisaje y sus múltiples espacios y apariencias: el color y la forma, no sólo el follaje, la tierra, el lugar, también la cosa, el objeto, dispersos, echados de menos. El ojo del joven aprendiz, que se sepa, sólo había tenido vínculos de marquetero y su biografía no cita pasado alguno de vivencia cromática, de bisoño frecuentador de las artes plásticas. ¿Por qué no suponer que sus dones procedían de una genialidad escondida?
El misterio acompañaría su conducta creadora y la intuición del artista ingenuo le andaba muy cerca, desobediencia de toda academia.
Dominarían su estilo y su fantasía: el ave de corral, el espacio celeste, el buey y el toro y el cubierto de cocina y un zapato de muñeca y la muñeca misma, desestimada por la inocencia, un tornillo y los restos del aluminio, asistirán su desvelo por mitificar la evidencia que esconde lo real. Angeliza el juguete, el tenedor y la cuchara y con esa utilería desamada fabrica de nuevo la vida que lo mira y la devuelve a la fábula. No en balde ha tenido iniciaciones de santería, la religión de lo insólito, del trasmundo.
Artista ya, creador de lo raro, enseña y orientará dentro de poco a los aprendices del Taller Libre de Arte y un día le avisan que ha de irse a Europa protegido por una beca. Es un maestro y no lo sabe. Acaso Monsanto lo descubriera a tiempo y pronto consigue para él unos bolívares, más el beneficio de encontrarse en París con Juan Sánchez Peláez, el orfebre de la poesía venezolana. Ambos comparten el amor por la bella Suzanne, pero nadie sabe de sus frecuentaciones a las obras de los impresionistas y a la vanguardia del arte de los años sesenta.
Cuando regresa es él, es Mario Abreu. Sus cómplices son los poetas y la secta de los grupos literarios. No abandonará nunca su cachimba, el humo de su pipa. Se fue a vivir a los altos de la Pastora, luce nueva amante y un perrazo, de cuya biografía durante una visita a Juan Sánchez Peláez, su compinche parisién, quien ya ha escrito Elena y los elementos y propiciado un nuevo modo de poetizar para siempre en Venezuela y más allá. El ojo y la imaginación de su insomne amigo muda el animal caballuno de que le habla el visitante en corcel metafísico, apenas amanece el día en su patio de Altamira caraqueño:
Un caballo redondo entra a
mi casa luego de dar muchas vueltas
en la pradera
un caballo pardote y borracho con
muchas manchas en la sombra
y con qué vozarrón, Dios mío.
Yo le dije: no vas a lamer mi mano,
estrella errante de las ánimas.
Y esto bastó. No lo vi más. El
se había ido. Porque al
caballo no se le puede nombrar
las ánimas ni siquiera lo que dura
un breve, vertiginoso relámpago.
Toros celestiales, gallos con plumajes de constelaciones, jardines donde la planta es ensoñación, alucinado color de floresta inencontrable y sobremanera muñecas aladas, ganadas al cosmos, al infinito después de ser rescatadas de los basureros, colman el testimonio inventivo del artista y allí sigue, más allá de sí mismo y del tiempo y la leyenda que le asigna una situación de brujo de los desperdicios tocados por su alucinación, jardinero de una naturaleza de la que sólo tiente noticia su desvelo de fantaseador de la realidad desconocida, desde Turmero al universo.
Luis Alberto Crespo