No le bastó al indigno general venezolano -y ay de obediencia bolivariana- Juan José Flores, el mal llamado “padre de la patria” ecuatoriana, proponerle a España que se apoderara de nuevo del país con el que El Libertador perfeccionara su sueño de la Gran Colombia. Otras proposiciones de compra-venta de soberanía no menos falaces lastimarían la tierra de Pichincha y la nostalgia del mariscal Sucre, como las que desvelara al tirano García Moreno.
Transcurría nuestro siglo XIX de caudillos, asonadas de cuartel, rebatiñas de ambición de claques civiles, durante los cuales progresaran los restos de aquella patria colectiva por el prurito banderizo y el consenso de conventillo de palacio y de caserna que amordazaron y detuvieron el vehemente corazón de aquel soldado caraqueño bajo las arboledas de San Pedro Alejandrino.
Martirizada por los suyos vivió Ecuador en el mediodía del siglo XIX mientras prosperaba con ventaja la rebatiña de las fronteras de lo que pudo haber sido la Gran Colombia. Al sombrío protagonismo de los cuarteles y los despachos administrativos se sumarían las letras (hasta Olmedo, el cantor de Bolívar se apresuró a loar a Flores) y la iglesia quiteña. A esa “patria boba” pertenecería la estirpe de un arzobispo y un remozado tiranuelo, el general Veintemilla, el semblante empurpurado como sangriento su oficio de gobernante.
Entonces llegó Juan Montalvo. Venía de Europa, romántico y viajero. Se había carteado con Víctor Hugo (“usted es un espíritu noble”, fue el regalo que le obsequió el autor de Los miserables) y con Lamartine (a su casa iría y quiso librarlo de su pobreza invitándolo a venir a Ecuador). Un inagotable alijo de erudición, de lectura y escritura acompañaría al recién llegado a una su patria que en esos días se hallaba en vísperas de padecer las malandanzas de García Moreno en el despacho presidencial.
No más hiciera presencia en la desbaratada vida política y social de Ecuador, el periódico y la obra literaria darían a conocer la fogosa escritura de Montalvo y la lastimadura que inferiría sus enemigos, sobremanera a aquellos de excepción como García Moreno, Veintemilla y el León Mera o la farsa poética. Una escritura, un estilo, digo, de mordedura verbal, de indignación y insulto (cuya heridora virtud celebrara Unamuno) colmaría la rabia del gran panfletario, peligro e insomnio de sus víctimas. Su pluma agotó titulares y volúmenes, como El Cosmopolita, El Regenerador, Las Catilinarias ( su gloria, su prestigio); Los 7 Tratados (prologados con fruición por Rufino Blanco Fombona), los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes y hasta una oda a Bolívar, ofrecidos por la Biblioteca Ayacucho en su Colección Clásica con prólogo de Benjamín Carrión de indispensable aprovechamiento.
Nadie como Montalvo hizo tanto daño con su prosa a la canalla ecuatoriana de cuartel y ministerio. En sus panfletos convivían el cuchillo de la acusación con el castizo modo de propalarla; y bien que la prosa de su iracundia y el arte literario que la exorna, fueran soslayados como de mera retórica, hoy perduran, más allá de la regionalidad y la temporalidad histórica que las suscitaran, incluso con prescindencia de su contenido, es él solo, su purísimo estilo literario, el que desoye lo perecedero, por más que sus dones no fueran suscritos por Unamuno, áulico de sus insultos, porque son ellos -subrayó Don Miguel- “los que llevan el alma ardorosa y generosa de Montalvo”.
Henríquez Ureña, en su libro Las corrientes literarias en la América hispánica no confiesa mucho entusiasmo cuando valora sus polémicos escritos: “no fue muy original como pensador -señala-, pero concede que ellos gozan de la riqueza de su vocabulario y su sintaxis y admite que “fue un extraordinario maestro del idioma”.
¿Cómo no recordar a Goethe cuando a propósito de la eternidad de Benvenuto Cellini observara que “más casi a sus escritos que a su orfebrería debe Cellini su póstuma fama?”.
Luis Alberto Crespo