La ciudad escrituraria

A través del orden de los signos, cuya propiedad es organizarse estableciendo leyes, clasificaciones, distribuciones jerárquicas, la ciudad letrada articuló su relación con el Poder, al que sirvió mediante leyes, reglamentos, proclamas, cédulas, propaganda y mediante la ideologización destinada a sustentarlo y justificarlo. Fue evidente que la ciudad letrada remedó la majestad del Poder, aunque también puede decirse que éste rigió las operaciones letradas, inspirando sus principios de concentración, elitismo, jerarquización. Por enci­ma de todo, inspiró la distancia respecto al común de la sociedad. Fue la distancia entre la letra rígida y la fluida palabra hablada, que hizo de la ciudad letrada una ciudad escrituraria, reservada a una estricta minoría.

A su preparación se dedicaron ingentes recursos. Desde 1538 se contó con una Universidad en Santo Domingo y, antes de que concluyera el siglo, ya se las había fundado en México, Lima, Bogotá, Quito y Cuzco, atención por la educación superior de los letrados que no tuvo ningún equivalente respecto a las escuelas de primeras letras. No sólo la escritura, también la lectura quedó reservada al grupo letrado: hasta mediados del siglo XVIII estuvo prohibida a los fieles la lectura de la Biblia, reservada exclusivamente a la clase sacerdotal. La singularidad de estos comportamientos se mide al cotejarlos con el desarrollo de la educación primaria y la lectura familiar de la Biblia en las colonias inglesas.

Este exclusivismo fijó las bases de una reverencia por la escritura que concluyó sacralizándola. La letra fue siempre acatada, aunque en realidad no se la cumpliera, tanto durante la Colonia con las reales cédulas, como durante la República respecto a los textos constitucionales. Se diría que de dos fuentes diferentes procedían los escritos y la vida social, pues los primeros no emanaban de la segunda sino que procuraban imponérsele y encuadrarla dentro de un molde no hecho a su medida. Hubo un secular desencuentro entre la minuciosidad prescriptiva de las leyes y códigos y la anárquica confusión de la sociedad sobre la cual legislaban. Esto no disminuyó en nada la fuerza coercitiva impartiendo instrucciones para que a ellas se plegaran vidas y haciendas. La monótona reiteración de los mismos edictos comprueba su ineficacia y el considerable sector social que se desarrolló sin sentirse concernido, cuyos integrantes, como dice una comunicación del XVIII relativa a los «gauderios», no tenían más ley que sus conciencias.

El corpus de leyes, edictos, códigos, acrecentado aún más desde la Independencia, concedió un puesto destacado al conjunto de abogados, escribanos, escribientes y burócratas de la administración. Por sus manos pasaron los documentos que instauraban el Poder, desde las prebendas y concesiones virreinales que instituyeron fortunas privadas hasta las emisiones de la deuda pública durante la República y las desamortizaciones de bienes que contribuyeron a nuevas fortunas ya en el XIX. Tanto en la Colonia como en la República adquirieron una oscura preeminencia los escribanos, hacedores de contratos y testamentos, quienes disponían de la autoridad que transmitía la legitimidad de la propiedad, cuando no la creaba de la nada: las disputas en torno a  los títulos de propiedad fueron inextinguibles concediendo otro puesto preeminente a los abogados. Todos ellos ejercían esa facultad escritura­ria que era indispensable, para la obtención o conservación de los bienes, utilizando canónicos modos lingüísticos que se mantenían invariables durante siglos.

No eran sin embargo los únicos para quienes el aprendizaje de la retórica y la oratoria eran indispensables instrumentos de acción. Lo mismo pasaba con los médicos, frecuentemente más entrenados en las artes Eterarias que en la anatomía o la fisiología humanas. Refiriéndose a la Facultad de Medicina de Bahía, Gilberto Freyre señalaba, de la ciencia, que aun en el siglo XIX

a Medicina científica propiamente dita se viu, por vézes, em situagáo de estudo ou de culto quase ancilar do da Literatura clássica; do da Oratoria; do da Retórica; do da elegancia de dizer; do da corregáo no escrever; do da pureza no falar; do da graga no debater questóes as vézes mais de Gramática que de Fisiología.1

Este encumbramiento de la escritura consolidó la diglosia2 característica de la sociedad latinoamericana, formada durante la Colonia y mantenida tesoneramente desde la Independencia. En el comportamiento lingüístico de los latinoamericanos quedaron nítidamente separadas dos lenguas. Una fue la pública y de aparato, que resultó fuertemente impregnada por la norma cortesana procedente de la península, la cual fue extremada sin tasa cristalizando en formas expresivas barrocas de sin igual duración temporal. Sirvió para la oratoria religiosa, las ceremonias civiles, las relaciones protocolares de los miembros de la ciudad letrada y fundamentalmente para la escritura, ya que sólo esta lengua pública Uegaba al registro escrito. La otra fue la popular y cotidiana utilizada por los hispano y lusohablantes en su vida privada y en sus relaciones sociales dentro del mismo estrato bajo, de la cual contamos con muy escasos registros y de la que sobre todo sabemos gracias a las diatribas de los letrados. En efecto, el habla cortesana se opuso siempre a la algarabía, la informalidad, la torpeza y la invención incesante del habla popular, cuya libertad identificó con corrupción, ignorancia, barbarismo. Era la lengua del común que, en la división casi estamental de la sociedad colonial, correspondía a la llamada plebe, un vasto conjunto desclasado, ya se tratara de los léperos mexicanos como de las montoneras gauchas rioplatenses o los caboclos del sertao.

Mientras la evolución de esta lengua fue constante, apelando a toda clase de contribuciones y distorsiones, y fue sobre todo regional, funcionando en áreas geográficamente delimitadas, la lengua pública oficial se caracterizó por su rigidez, por su dificultad para evolucionar y por la generalizada unidad de su funcionamiento. Muchos de sus recursos fueron absorbidos por la lengua popular que también supo conservarlos tenazmente, en especial en las zonas rurales, pero en cambio la lengua de la escritura necesitó de grandes trastornos sociales para poder enriquecerse con las invenciones lexicales y sintácticas populares. Lo hizo sin embargo retaceadamente y sólo forzada. No puede comprenderse la fervorosa adhesión letrada a la norma cortesana peninsular y luego a la Real Academia de la Lengua, si no se visualiza su situación minoritaria dentro de la sociedad y su actitud defensiva dentro de un medio hostil.

La ciudad escrituraria estaba rodeada de dos anillos, lingüística y social­mente enemigos, a los que pertenecía la inmensa mayoría de la población. El más cercano y aquel con el cual compartía en términos generales la misma lengua, era el anillo urbano donde se distribuía la plebe formada de criollos, ibéricos desclasados, extranjeros, libertos, mulatos, zambos, mestizos y todas las variadas castas derivadas de cruces étnicos que no se identificaban ni con los indios ni con los esclavos negros. Nada define mejor la manera en que era vista que la descripción que hizo a fines del XVII el intelectual que consideramos más avanzado de la época, el preiluminista Carlos Sigüenza y Góngora:

plebe tan en extremo plebe,,que sólo ella lo puede ser de la que se reputare la más infame, y lo es de todas las plebes, por componerse de indios, de negros, criollos y bozales de diferentes naciones, de chinos, de mulatos, de moriscos, de mestizos, de zambaigos, de lobos y también de españoles que, en declarándose zaramullos (que es lo mismo que picaros, chulos y arrebatacapas) y degenerando de sus obligaciones, son los peores entre tan ruin canalla.3

Fue sin embargo entre esa gente inferior, que componía la mayoría de la población urbana, donde se contribuyó a la formación del español americano que por largo tiempo resistieron los letrados, pero que ya dio sus primeras muestras diferenciales en los primeros siglos de la Colonia.4

Rodeando este primer anillo había otro mucho más vasto, pues aunque también ocupaba los suburbios (los barrios indígenas de la ciudad de México) se extendía por la inmensidad de los campos, rigiendo en haciendas, pequeñas aldeas o quilombos de negros alzados. Este anillo correspondía al uso de las lenguas indígenas o africanas que establecían el territorio enemigo. Si hubo demanda reiterada al rey de España, siempre resistida por las órdenes religiosas pero impuesta desde el XVIII reformista, fue la de que se obligara a los indios a hablar español. Si la propiedad de tierras o de encomiendas de indios garantizaba económicamente un puesto elevado en que no había que vivir de las manos, su consagración cultural derivaba del uso de la lengua que distinguía a los miembros del cogollo superior. La propiedad y la lengua delimitaban la clase dirigente. De ahí el trauma de los descendientes de conquistadores cuando vieron mermadas sus propiedades y arremetieron entonces con la montaña de escritos y reclamaciones que probaban su perte­nencia, al menos, al orbe de la lengua.

El uso de esa lengua acrisolaba una jerarquía social, daba prueba de una preeminencia y establecía un cerco defensivo respecto a un entorno hostil y, sobre todo, inferior. Esta actitud defensiva en torno a la lengua no hizo sino intensificar la adhesión a la norma, en el sentido en que la define Coseriu, 5 la cual no podía ser otra que la peninsular, y, más restrictamente, la que impartía el centro de todo poder, la corte. Ha sido realzada la forzosa incorporación lexical que originó la conquista de nuevas tierras con nuevas plantas, animales, costumbres,6 pero esas palabras se incorporaron sin dificul­tad al sistema y no alteraron la norma, en cuanto ésta provee al hablante de «modelos, formas ideales que encuentra en lo que llamamos lengua anterior (sistema precedente de actos lingüísticos)»7 los que, si inicialmente conformaron una pluralidad de fuentes según los orígenes de los colonizadores, progresivamente tendieron a ajustarse a la norma que expresaban los escritos (el estilo formulario de los documentos de Indias) y, para los letrados mejor preparados, las obras literarias peninsulares. Pues entre las peculiaridades de la vida colonial, cabe realzar la importancia que tuvo una suerte de cordón umbilical escriturario que le transmitía las órdenes y los modelos de la metrópoli a los que debían ajustarse. Los barcos eran permanentes portadores de mensajes escritos que dictaminaban sobre los mayores intereses de los colonos y del mismo modo éstos procedían a contestar, a reclamar, a argumen­tar, haciendo de la carta el género literario más encumbrado, junto con las relaciones y crónicas.

Un intrincado tejido de cartas recorre todo el continente. Es una compleja red de comunicaciones con un alto margen de redundancia y un constante uso de glosas: las cartas se copian tres, cuatro, diez veces, para tentar diversas vías que aseguren su arribo; son sin embargo interceptadas, comentadas, contradichas, acompañadas de nuevas cartas y nuevos documentos. Todo el sistema es regido desde el polo externo (Madrid o Lisboa) donde son reunidas las plurales fuentes informativas, balanceados sus datos y resueltos en nuevas cartas y ordenanzas. Tal tarea exigió un séquito, muchas veces ambulante, de escribanos y escribientes, y, en los centros administrativos, una activa burocracia, tanto vale decir, una abundante red de letrados que giraban en el circuito de comunicaciones escritas, adaptándose a sus normas y divulgán­dolas con sus propias contribuciones.

Se ha dudado de que el licenciado Cristóbal Vaca de Castro, a quien el Rey envió a Perú en 1540 para pacificar la región luego de la muerte de Diego de Almagro, se hubiera transformado en las Indias en un valeroso militar, pero no cabe duda de que continuó siendo un letrado. Hizo de esta red epistolar uno de sus eficaces instrumentos mortíferos, cayendo al fin preso en ella gracias al empeño de otro letrado, el contador Juan de Cáceres, que interceptó las cartas que Vaca de Castro enviaba a su mujer en España con instrucciones sobre la fortuna que estaba acumulando a espaldas del Rey.

La carta que desde Quito, ya enterado del asesinato de Francisco Pizarro, envía a Carlos V el 15 de noviembre de 1541, incluye esta constancia de sus desvelos epistolares:

Escribí luego asimismo al Cabildo del Cuzco y personas particulares y envié el traslado auténtico por dos escribanos de la provisión de Gobernador que V. M. fue servido de darme, y el testimonio de cómo aquí fui recibido por ella, y poder para la presentar y requerir. Escribí a un capitán Per Alvarez Holguin, que estaba con ciento cincuenta hombres en la tierra del Cuzco, que iba a una entrada; y después escribí a Lima y envié el mismo despacho por cuatro vías, con cartas para el Cabildo y para otras personas que solían ser de su parte y ahora les son contrarios, como es Gómez de Alvarado y otras personas de calidad. Escribí al don Diego y envié dos personas a la ciudad por espías, para que me escriban lo que pasa o venga uno; presto me vendrá de todos respuesta; y escribí a los pueblos de la costa y personas particulares de ella, y estarán todas en servicio de V. M.8

Más importante que la tan citada frase —la lengua es la compañera del Imperio— con que fuera celebrada la Gramática sobre la lengua castellana (1492) de Nebrija, primera de una lengua romance, fue la conciencia que tuvo la ciudad letrada de que sé definía a sí misma por el manejo de esa lengua minoritaria (a veces, casi secreta) y .que defenderla y acrisolarla era su misión primera, único recurso para mantener abierto el canal que la religaba a la metrópoli que respaldaba su poder. Pues los letrados, aunque formaron una clase codiciosa, fueron la clase más leal, cumpliendo un servicio más devoto a la Corona que el de las órdenes religiosas y aun que el de la Iglesia.

Las formas de la cortesía que entonces se desplegaron y que hasta hoy se estiman peculiares de la cultura tradicional hispánica de América, son traslados de la lengua de córte madrileña. Introducidas originariamente por el manierismo desde fines del XVI, incorporadas a la lengua pública, fijaron paradigmas del buen decir que fueron imitados tesoneramente por los estratos circundantes que aspiraban al anillo del poder, y aun por los Rinconetes y Cortadillos con ingenio y buen oído.

De la misma fuente letrada y defensiva, procede el robusto purismo idiomático que ha sido la obsesión del continente a lo largo de su historia. Ha sido el sostén de la «High variety» lingüística (establecida por Ferguson) que no sólo divergió de las diversas y regionales «Low varieties» sino que procuró situarse en un plano sociocultural superior, estrechamente vinculada a la norma peninsular y cortesana. De ahí que en la lengua encontremos el mismo desencuentro que ya señalamos entre el corpus legal con sus ordenanzas, leyes y prescripciones, y la confusa realidad social. Los lingüistas concuerdan en que ya para la época de la Emancipación había desaparecido del habla, no sólo popular sino también culta, la segunda persona del plural, suplantada por la tercera bajo el pronombre jerárquico ustedes.9 Sin embargo, aún en su última proclama, Simón Bolívar comienza diciendo en 1830: «Habéis presenciado mis esfuerzos…» y en las escuelas de todos los países hispanoame­ricanos en 1982 los niños aprenden en las tablas de conjugación un «vosotros amáis» que no utilizan en su habla corriente, ni tampoco ya en sus escritos, que suena a sus oídos como una artificiosa lengua de teatro.

Aún más significativo que el purismo, que entró a declinar desde la modernización de fines del XIX, sin que ni aun hoy se haya extinguido, es otro mecanismo que tiene similar procedencia: la utilización de dos códigos lexicales paralelos y diferentes que origina un sistema de equivalencias semán­ticas, de uso constante entre los intelectuales, el cual puede ser incluido entre las plurales formas de supervivencia colonial. Este mecanismo hace del letrado un traductor, obligándolo a apelar a un metalenguaje para reconvertir el término de un código a otro, entendiendo que están colocados en un orden jerárquico de tal modo que uno es superior y otro inferior. En la carta que Carlos Sigüenza y Góngora remitió al Almirante Pez, entonces en España, para explicar la rebelión popular en la Nueva España (carta que conocemos bajo el título que le dio Irving Leonard: «Alboroto y motín de México del 8 de junio de 1692») encontramos algunos de estos ejercicios de traducción: «muchos elotes (son, las mazorcas del maíz que aún no está maduro)»; «zaramullos (que es lo mismo que picaros, chulos y arrebataca- pas)».10 Trátese de un mexicanísimo o de un vulgarismo, el autor es consciente de la necesidad de una reconversión explicativa en la medida en que se dirige a un receptor de allende el océano, pues los dos códigos lexicales postulan la otredad.

No parece muy distinta la razón por la cual, dos siglos después, las novelas costumbristas o regionalistas apelaron al uso de «glosarios» lexicales, pues aun más que al público de otras áreas del continente se dirigía al potencial público peninsular. Y aun se diría que es la misma que cincuenta años después conduce al novelista cubano Alejo Carpentier a explicar por qué la lengua literaria americana debe ser barroca, en una de las más curiosas fúndamentaciones de un estilo:

La palabra pino basta para mostrarnos el pino; la palabra palmera basta para definir, mostrar la palmera. Pero la palabra ceiba —nombre de un árbol americano al que los negros cubanos llaman «la madre de los árboles»— no basta para que las gentes de otras latitudes vean el aspecto de columna rostral de ese árbol gigantesco (…) Esto sólo se logra mediante una polarización certera de varios adjetivos, o, para eludir el adjetivo en sí, por la adjetivación de ciertos sustantivos que actúan, en este caso, por proceso metafórico. Si se anda con suerte —literariamente hablando, en este caso— el propósito se logra. El objeto vive, se contempla, se deja sopesar. Pero la prosa que le da vida y consistencia, peso y medida, es una prosa barroca, forzosamente barroca…11

Es obvio que no son las palabras en sí sino los contextos culturales los que permiten ver en la literatura un pino, una palmera o una ceiba, y que mientras los escritores europeos hablaban para sus lectores desentendiéndose de los marginales extraeuropeos, los escritores de estas regiones siguen (como Carpentier) añorando la lectura eurocentrista como la verdadera y consagrato- ria. Lo que propone el novelista es la absorción del metalenguaje explicativo, con que se hacía la reconversión entre los dos códigos lexicales, dentro del lenguaje narrativo de la obra, aunque esto no es suficiente para borrar su traza. Sigue certificando, en pleno siglo xx, la conciencia del letrado de que está desterrado en las fronteras de una civilización cuyo centro animador (cuyo lector también) está en las metrópolis europeas.12

Estos ejemplos apoyarían la comprobación de que la ciudad letrada no sólo defiende la norma metropolitana de la lengua que utiliza (español o portugués) sino también la norma cultural de las metrópolis que producen las literaturas admiradas en las zonas marginales. Ambas normas radican en la escritura, que no sólo fija la variedad High en los sistemas diglósicos, sino que engloba todo el orbe aceptable de la expresión lingüística, en visible contradicción con el habitual funcionamiento de la lengua en comunidades mayoritariamente ágrafas.

Todo intento de rebatir, desafiar o vencer la imposición de la escritura, pasa obligadamente por ella. Podría decirse que la escritura concluye absor­biendo toda la libertad humana, porque sólo en su campo se tiende la batalla de nuevos sectores que disputan posiciones de poder. Así al menos parece comprobarlo la historia de los graffiti en América Latina.

Por la pared en que se inscriben, por su frecuente anonimato, por sus habituales faltas ortográficas, por el tipo de mensaje que transmiten, los graffiti atestiguan autores marginados de las vías letradas, muchas veces ajenos al cultivo de la escritura, habitualmente recusadores, protestatarios e incluso desesperados. Tres ejemplos, extraídos periódicamente cada dos siglos de historia americana, en el XVI, el XVIII y el XX, dan prueba de su persistencia, de su crecimiento, y atestiguan el imperio de la escritura.

El reparto del botín de Tenochtitlán después de la derrota azteca de 1521, dio lugar a un escándalo debido a las reclamaciones tempestuosas de los capitanes españoles que se consideraron burlados. Bernal Díaz del Castillo, que era uno de ellos, lo ha contado con detalle y sagacidad:

Y como Cortés estaba en Coyoacán y posaba en unos palacios que tenían blanqueadas y encaladas las paredes, donde buenamente se podía escribir en ellas con carbones y otras tintas, amanecían cada mañana escritos muchos motes, algunos en prosa y otros en metro, algo maliciosos (…) y aun decían palabras que no son para poner en esta relación.13

Sobre la misma pared de su casa, Cortés los iba contestando cada mañana en verso, hasta que, encolerizado por las insistentes réplicas, cerró el debate con estas palabras: «Pared blaínca, papel de necios». Restablecía así la jerarquía de la escritura, condenando el uso de muros (al alcance de cualquiera) para esos fines superiores. Simplemente certificaba la clandestini­dad de los graffiti, su depredatoria apropiación de la escritura, su ilegalidad atentatoria del poder que rige a la sociedad.

Con no menor reprobación contempló dos siglos después el inspector de correos Alonso Carrió de la Vandera los graffiti que cubrían las paredes de las posadas del Alto Perú, en los que reconoció la obra de «hombres de baja esfera», tanto por sus mensajes como por su torpe manejo de la escritura y, además, por otra cosa, por el afán de existir que sus autores testimoniaban: «Además de las deshonestidades que con carbones imprimen las paredes, no hay mesa ni banca en que no esté esculpido el apellido y nombre a golpe de fierro de estos necios».14 El calificativo denigratorio se reitera: son necios quienes usan la escritura sobre materiales que no están destinados a esos fines por la sociedad. En el viaje de Buenos Aires a Lima que cuenta en El lazarillo de ciegos caminantes (1773) Carrió de la Vandera es capaz de registrar con frecuencia los productos de una cultura oral, enteramente ajena a los circuitos letrados, como eran los toscos cantos de los gauderios. Esas producciones habían surgido libremente en los campos, en los aledaños pueblerinos, en los estratos bajos de la sociedad, fuera del cauce letrado. Sin embargo, ya entonces comienzan a incorporarse a la escritura en esas dos manifestaciones que seguramente venían de antes y que como bien sabemos, se prolongarían vigorosamente hasta nuestros días: el registro de la sexualidad reprimida que habría de encontrar en las paredes de las letrinas su lugar y su papel preferidos, obscenidades que más que por la mano parecían escritas por el pene liberado de su encierro, y el registro del nombre con caracteres indelebles (tallados a cuchillo) para de este modo alcanzar existencia y permanencia, un afán de ser por el nombre que ha concluido decorando casi todos los monumentos públicos.

Dos siglos después, en la segunda mitad del xx, todos hemos sido testigos de la invasión de graffiti políticos sobre los muros de las ciudades latinoamericanas, que obligaron a las fuerzas represivas a transformarse en enjalbegadores. También aquí, el afán de libertad transitaba por una escritura evidentemente clandestina, rápidamente trazada en la noche a espaldas de las autoridades, obligando a éstas a que restringieran el uso de la escritura y aun le impusieran normas y canales exclusivos. En el año 1969, en mitad de la agitación nacional, el gobierno del Uruguay dictó un decreto que prohibía la utilización, en cualquier escrito público, de siete palabras. Tenía que saber que con prohibir la palabra no hacía desaparecer la cosa que ella mentaba: lo que intentaba era conservar ese orden de los signos que es la tarea preciada de la ciudad letrada, la cual se distingue porque aspira a la unívoca fijeza semántica y acompaña la exclusiva letrada con la exclusiva de sus canales de circulación. Como dijo por esas fechas el periodista colombia­no Daniel Samper, la libertad de prensa se había transformado en la libertad para poder comprarse una prensa.

La ciudad letrada quiere ser fija e intemporal como los signos, en oposición constante a la ciudad real que sólo existe en la historia y se pliega a las transformaciones de la sociedad. Los conflictos son, por lo tanto, previsibles. El problema capital, entonces, será el de la capacidad de adaptación de la ciudad letrada. Nos preguntaremos sobre las posibles transformaciones que en ella se introduzcan, sobre su función en un período de cambio social, sobre su supervivencia cuando las mutaciones revolucionarias, sobre su capaci­dad para reconstituirse y reinstaurar sus bases cuando éstas hayan sido trastor­nadas.

El gran modelo de su comportamiento lo ofreció la revolución emancipa­dora de 1810, fijando un paradigma que con escasas variantes se repetiría en los sucesivos cambios revolucionarios que conoció el continente. En pleno siglo XX, se constituyó en la obsesión del novelista Mariano Azuela durante la revolución mexicana, tal como lo registran sus obras desde Andrés Pérez maderista, hipnotizado, más que por el proceso de cambio que estimó irracional y caótico, por la permanencia del grupo letrado y por su aprovecha­miento de las energías sociales desencadenadas en beneficio propio. La emancipación de 1810 mostró: 1) el grado de autonomía que había alcanzado la ciudad letrada dentro de la estructura de poder y su disponibilidad para encarar transformaciones gracias a su función intelectual cuando veía amenaza­dos sus fueros: nadie lo ilustra mejor que el precursor Antonio Nariño, funcionario del Nuevo Reino de Granada, cuando en su imprenta privada da a conocer en 1794 el texto de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, pieza ideológicamente clave dentro del movimiento antirre­formista que había tenido su epicentro violento entre 1777 y 1781 y por lo tanto fundamentación doctrinal de los intereses criollos afectados por la reforma borbónica; 2) las limitaciones de su acción, derivadas de su dependen­cia de un Poder real, regulador del orden jerárquico de la sociedad, pues al desaparecer bajo sus embates la administración española encontró que la mayoría de la población (indios, negros, mestizos, mulatos) estaba en su contra y militaba en las fuerzas regalistas, por lo cual debió hacer concesiones sociales tal como se expresaron desde la primera ley sobre libertad de esclavos que promulgó Simón Bolívar en 1816 y las posteriores sobre indios que resultaron catastróficas para éstos, pues efectivamente los indios no se equivo­caban cuando «consideraban al rey como su protector y defensor natural, contra las aspiraciones subyugadoras de los criollos, dueños de las haciendas y buscadores de (mano) de obra barata»;15 3) su capacidad de adaptación al cambio y al mismo tiempo su poder para refrenarlo dentro de los límites previstos, recuperando un movimiento que escapaba de sus manos, no sólo en lo referente a las masas populares desbridadas, sino también respecto a las apetencias desbordadas de su propio sector. Es el mismo Nariño quien en el «Discurso en la apertura del Colegio electoral de Cundinamarca» de 1813 pasa revista a las expectativas miríficas con que se había edificado el proyecto federalista, reconocido por todos como el más democrático y justo, y concluye que había sido devorado por las apetencias burocráticas que lo habían usado para encubrir ideológicamente su demanda de puestos en la administración, ardiente reclamación de los criollos contra los chapetones en el período prerrevolucionario. En 1813 decía Nariño: «Han corrido, no obstante, tres años, y ninguna provincia tiene tesoro, fuerza armada, cañones, pólvora, escuelas, caminos, ni casas de moneda: sólo tienen un número considerable de funcionarios que consumen las pocas rentas que han quedado, y que defienden con todas sus fuerzas el nuevo sistema que les favorece».16 Esta curiosa virtud, diríamos la de ser un «adaptable freno», en nada se vio con mayor fuerza que en la reconversión de la ciudad letrada al servicio de los nuevos poderosos surgidos de la élite militar, sustituyendo a los antiguos delegados del monarca. Leyes, edictos, reglamentos y, sobre todo, constitucio­nes, antes de acometer los vastos códigos ordenadores, fueron la tarea central de la ciudad letrada en su nuevo servicio a los caudillos que se sustituirían en el período posrevolucionario.

Era otra vez la función escrituraria que comenzó a construir, despegada de la realidad, la que Bolívar estigmatizó como una «república aérea», prolongando en la Independencia el mismo desencuentro que se había conoci­do en la Colonia entre el corpus legal y la vida social. La sustitución de equipos que se había producido en la Administración, visiblemente ampliados no sólo por desaparición de los españoles peninsulares reemplazados por los criollos, sino por la creación de abultadas instituciones —típicamente los Congresos—, amplió el número de integrantes de la ciudad letrada despropor­cionadamente respecto a las desmedradas condiciones económicas que se vivieron por décadas después de la Independencia. Junto a la palabra libertad, la única otra clamoreada unánimemente fue educación, pues efectivamente la demanda, no del desarrollo económico (que se paralizó y retrogradó en la época), sino del aparato administrativo y, más aún, del político dirigente, hacía indispensable una organización educativa. Es altamente revelador que el debate se trasladara, entonces, a la lengua y aún más a la escritura, o, dicho de otro modo, a averiguar en qué lengua se podía escribir y cómo se debía escribir. El efecto de la revolución en los órdenes simbólicos de la cultura nos revela las ampliaciones y sustituciones que se han producido en la ciudad letrada y asimismo su reconstitución luego del cataclismo social, pero fundamentalmente muestra el progreso producido en su tendencia escrituraria, en el nuevo período que —dificultosamente— conduciría al triunfo del «rey burgués».

El primer magno efecto de la revolución se testimonia con la publicación de la primera franca novela latinoamericana en 1816, El Periquillo Sarniento del mexicano Joaquín Fernández de Lizardi. Entra en quiebra la lengua secreta de la ciudad letrada, ese latín que había alcanzado su esplendor en el período prerrevolucionario por obra de los jesuítas expulsos y nos había dado la Rusticatio mexicana de Landívar junto a un macizo cuerpo de estudios americanos. En sus advertencias previas, Lizardi aún oscila entre los dos públicos potenciales, inclinándose no obstante al nuevo: «para ahorrar a los lectores menos instruidos los tropezones de los latines…dejo.la traducción castellana en su lugar, y unas veces pongo el texto original entre las notas; otras sólo las citas, y algunas veces lo omito enteramente».17 Simultáneamente irrumpe el habla de la calle con un repertorio lexical que hasta ese momento no había llegado a la escritura pública, a la honorable vía del papel de las gacetas o libros, y lo hace con un regodeo revanchista que no llegan a disimular las prevenciones morales con que se protege Lizardi. Es significativo que ambas resoluciones lingüísticas sean puestas al servicio de una encarnizada crítica a los letrados («de los malos jueces, de los escribanos criminalistas, de los abogados embrolladores, de los médicos desaplicados, de los padres de familia indolentes)18 demostrando lo que a veces no se ha percibido en toda su amplitud, que la obra entera del pensador mexicano es un cartel de desafío a la ciudad letrada, mucho más que a España, la Monarquía o la Iglesia, y que su singularidad estriba en la existencia de un pequeño sector ya educado y alfabetizado que no había logrado introducirse en la corona letrada del Poder aunque ardientemente la codiciaba.

Para llevar a cabo su requisitoria, le ocurre lo mismo que pasaba con los anónimos autores, de graffiti, tiene que dar la batalla dentro del campo que limita la escritura, por lo tanto dirigiéndola a un público alfabeto recién incorporado al circuito de la letra. Hay una sensible diferencia de grado, pues mientras los graffiti son ilegalidades de la escritura, apropiaciones depredatorias e individuales, las gacetas comienzan a funcionar dentro de una precaria legalidad cuya base es ya implícitamente burguesa; deriva del dinero con que pueden ser compradas por quienes disponen de él aunque no integran el Poder. Al aún endeble poder del grupo de compradores apela Lizardi, sustituyendo a los Mecenas que eran el respaldo de la ciudad letrada, lo que si evidencia la contextura de ésta, por otro lado delata la debilidad del proyecto lizardiano que estaba previsiblemente condenado al fracaso por la estrechez del mercado económico autónomo de la época: «¿A quién con más justicia debes dedicar tus tareas, si no a los que leen las obras a costa de su dinero? Pues ellos son los que costean la impresión y por lo mismo sus Mecenas más seguros».19 Antes de su muerte sabría Lizardi que éstas eran también «ilusiones perdidas» como las que certificara Balzac en un medio mucho más poderoso.

Su obra corrobora que la libertad había sido absorbida por la escritura. Lo supieron todos los educadores de la época (Andrés Bello, Simón Rodríguez, más tarde Sarmiento) para quienes el problema obsesivo fue la reforma ortográfica, con lo cual para ellos no sólo el asunto central era la escritura (con la notable excepción de Rodríguez que conjuntamente atendió a la prosodia) sino además un secreto principio rector: el de su legalidad a través de normas, que procuraron las más racionales posibles.

La historia juega extraños paralelismos. La ortografía había sido el proble­ma central cuando se fundó la monarquía absoluta española, problema centuplicado por la necesidad de administrar un vastísimo imperio. Así lo demuestra la serie de libros sobre ortografía que van del de Nebrija (1517) al del presidente del Consejo de Indias, López de Velasco (1582) antes de que esa preocupación ingrese a América con la ortografía de Mateo Alemán publicada en México (1609). El mismo problema vuelve a ser encarado por el equipo letrado latinoamericano al fundarse los estados independientes, sobre todo al asumir puestos educativos en la institucionalización del nuevo poder. Con todo habrá sutiles diferencias con los antepasados españoles. Estos debieron fijar la transcripción de la norma lingüística adoptada por la corte, a una escritura que comenzaba a ser el vehículo obligado de la administración que debía ejercerse sobre distantes regiones, en tanto que los hispanoamericanos debieron reformar esa ortografía para salvar el abismo que percibían entre la pronunciación americana (la de la ciudad real) y las grafías que habían conservado y acrisolado los letrados. Ese abismo dificulta­ba, según ellos, el aprendizaje de la escritura, por lo cual era un problema pedagógico concreto, pero además su empeño tenía una fundamentación teórica más alta, pues esa solución permitía avizorar una soñada independen­cia letrada, armonizándola con la política que se había alcanzado, lo que conduciría a la creación de la literatura nacional por la que abogaba en Buenos Aires Juan Cruz Varela, viéndola exclusivamente como un producto letrado («La imprenta es el único vehículo para comunicar las producciones del ingenio» decía en 1828) y proponiendo un retorno a «los buenos escritos españoles» con el fin de preservar el idioma.20

La armonización de independencia política e independencia literaria la vio en su perspectiva más amplia Simón Rodríguez, al establecer un paralelis­mo originalísimo entre el gobierno y la lengua. Reclamó que ambos se coordinaran y, además, que ambos surgieran de la idiosincrasia nativa y no fueran meros traslados de fuentes europeas. Del mismo modo que propuso «pintar las palabras con signos que representen la boca», lo que postulaba la reforma ortográfica para que una escritura simplificada registrara la pronun­ciación americana, alejada ya de la norma madrileña, del mismo modo reclamó que la institucionalización gubernativa correspondiera a los compo­nentes de la sociedad americana y no derivara de un trasplante mecánico de las soluciones europeas.

Argumentó astutamente que del mismo modo que la ortografía se ajusta a tres principios —origen, uso constante y genio propio del hablante— debiendo responder a este último (tanto vale decir a la pronunciación) «para conformarse con la boca cuando ni el origen ni el uso deciden», de igual manera debería hacerse con lo que llamó, siguiendo la analogía, «el arte de dibujar Repúbli­cas», en lo que se opuso a lo que él veía que estaban haciendo sus coetáneos de 1828: «cuando ni el origen ni el uso deciden, ocurren al tercer principio, pero en lugar de consultar el genio de los americanos, consultan el de los europeos. Todo les viene embarcado».21

 También la suya, como la de Lizardi, es una requisitoria contra la ciudad letrada destinada asimismo al fracaso, por esa potencialidad que ella demos­tró para reconstituirse y ampliarse bajo los trastornos revolucionarios.

Simón Rodríguez razonó que las repúblicas no se hacen «con doctores, con literatos, con escritores» sino con ciudadanos, tarea doblemente urgente en una sociedad que la Colonia no había entrenado para esos fines: «Nada importa tanto como el tener Pueblo: formarlo debe ser la única ocu­pación de los que se apersonan por la causa social».22 Dado que sus escritos se van escalonando entre 1828 y 1849, en ellos se registra el fracaso de su proyecto educativo (ni Sucre, ni siquiera su admirado discípulo Simón Bolívar, atenidos a las urgencias del marasmo organizativo posterior a la Independencia, lo vieron de otro modo que como una generosa utopía inviable) y sobre todo la desconsolada crítica de la restauración educativa que veía en acción, aplicada otra vez a la formación de élites dirigentes, como en la Colonia, y por lo tanto de candidatos a la burocracia que reconstituiría la ciudad letrada y aseguraría la concentración del Poder de manera antidemocrática:

No esperen de los Colegios, lo que no pueden dar… están haciendo Letrados… no esperen Ciudadanos. Persuádanse que, con sus libros y sus compases bajo el brazo, saldrán los estudiantes a recibir, con vivas, a cualquiera que crean dispuesto a darles los empleos en que hayan puesto los ojos… ellos o sus padres.

Del modo actual de proceder en la educación, deben esperarse hombres que ocupen los puestos distinguidos, esto es, quien forme cuadros políticos, civiles y militares; pero, los tres carecerán de tropas, o tendrán que estar lidiando siempre con reclutas.23

Por ser un ardiente bolivariano y por conocer las dificultades que amarga­ron los últimos años del Libertador, Simón Rodríguez percibió la acción entorpecedora que desempeñaba la ciudad letrada, como grupo intermediador que estaba haciendo su propia revolución bajo la cobertura de la revolución emancipadora y se plegaría a las aspiraciones de los caudillos:

porque hay una clase intermedia de sujetos, únicamente empleada —ya en cortar toda comunicación entre el pueblo y sus representantes, —ya en tergiversar el sentido de las providencias que no pueden ocultarse, —ya en paralizar los esfuerzos que hace el Gobierno para establecer el orden, —ya en exaltar la idea de la soberanía para exaltar al pueblo… y servirse de él en este estado.24

De ahí parte el proyecto de Rodríguez de una educación social destinada a todo el pueblo, a quien reconocía un doble derecho: a la propiedad y a las letras, haciendo de estos privilegios que habían sido exclusivos del sector dirigente colonial, el patrimonio de la totalidad independiente, dentro de una concepción igualitaria y democrática que tenía sus raíces en Rousseau. Ésta se enriquecía gracias a la conciencia de la singularidad americana, diferente de la europea, aunque ello no invalidaba sino al contrario acrecentaba la pertenencia de los americanos a la cultura occidental y, aún más ampliamen­te, a la universal categoría de hombres, según había dictaminado el pensa­miento iluminista. Es por eso que su incorporación a la escritura y las reformas ortográficas que también él propuso, no se limitaron (como ocurrió en el caso de las de Andrés Bello) a un simple progreso de la educación alfabeta, sino que fueron más allá, y procuraron establecer un «arte de pensar» que coordinara la universalidad del hombre pensante moderno y la particularidad del hombre que pensaba en América Latina mediante la lengua española americana de su infancia.

Todas las reformas ortográficas que inspiró el espíritu independentista fracasaron. Al cabo de los años dieron paso a la reinstauración de las normas que impartía la Real Academia de la Lengua desde Madrid. Este fracaso, más que lo endeble del proyecto y en ocasiones su nimiedad, delata otro mayor: la incapacidad para formar ciudadanos, para construir sociedades democráticas e igualitarias, sustituida por la formación de minoritarios grupos letrados que custodiaban la sociedad jerárquica tradicional. Es la radicalidad democrática del proyecto de Simón Rodríguez la que le confiere un puesto excepcional en la época y ese acendrado utopismo que aún hoy conserva, como si siguiera a la espera de su realización.

En el «Extracto sucinto de mi obra sobre la educación republicana» que publicó en 1849 El Neo-Granadino de Bogotá y que resume sus «Consejos de amigo» al Colegio de Latacunga (Ecuador), reitera poco antes de su muerte las ideas claves de su educación social y muestra cabalmente el papel secundario que le asignaba a la «carretilla de leer, escribir y contar» que se habían constituido en las operaciones únicas de las escuelas primarias y las lancasterianas (que él aborreció) y el papel preeminente que le otorgaba al raciocinio que permitiría fundar las costumbres sociales republicanas, por lo cual su plan se situaba en el mismo nivel de una «lógica viva» en que más de medio siglo después lo pensó Carlos Vaz Ferreira.

Leer es el último acto en el trabajo de la enseñanza. El orden debe ser… Calcular-Pensar-Hablar-Escribir y Leer. No… leer-escribir y con­tar, y dejar la Lógica (como se hace en todas partes) para los pocos que la suerte lleva a los Colegios: de allí salen empachados de silogismos, a vomitar, en el trato común, paralogismos y sofismas a docenas. Si hubieran aprendido a raciocinar cuando niños, tomando proposiciones familiares para premisas, no serían, o serían menos embrollones. No dirían (a pesar de su talento): Io. Este indio no es lo que yo soy; 2°. Yo soy hombre, Conclusión: Luego él es bruto, Consecuencia: Háganlo trabajar a palos.25

Su atención por la prosodia correspondió a una evidente prevención antiescrituraria y en cierto modo antiletrada, derivada de la experiencia común de oír el manejo de la lengua por parte del pueblo analfabeto. Aunque estuviera sembrada de idiotismos y de barbarismos, de toda suerte de vicios de pronunciación (que no dejó de condenar porque también él, como Bello, procuró la enseñanza de un correcto español), la lengua funcionaba en esos casos como un sistema de comunicación, por lo tanto como un sistema de significación, gracias a las entonaciones y a las valoraciones prosódicas que espontáneamente cumplían los hablantes: «Todos son proso- distas cuando conversan, aunque pronuncien o articulen mal: pero al ponerse a leer se acuerdan del tonillo de la escuela y adormecen al que los oye».26 Simón Rodríguez se sitúa en una línea presaussuriana (y antiderridiana) que reconoce en la lengua «una tradición oral independiente de la escritura y fijada de muy distinta manera»27 cuyo origen puede rastrearse en el Ensayo sobre el origen de las lenguas de Rousseau, la que le lleva a valorar supremamen­te al habla y por lo tanto todos los recursos fónicos que contribuyen a hacer de ella un sistema de comunicación y, por ende, un sistema de significación. Para él la lectura «es resucitar ideas sepultadas en el papel» y lo más importante de la educación es conducir al niño a que maneje la lengua como el instrumento adecuado para traducir sus operaciones mentales, alcan­zando el rigor expresivo de éstas:

Véase si es importante: destruir errores en la infancia; pronunciar, articular y acentuar las palabras: fijar su significación; ordenarlas en frases; darles el énfasis que pide el sentido; dar a las ideas su expresión propia; notar la cantidad, el tono y las figuras de construcción. Este es el estudio propio de la instrucción, porque los niños: piensan; discurren; hablan; persuaden y se persuaden; convencen y se conven­cen; y para todo calculan: si yerran, es porque calculan sobre datos fal­sos.28

Simón Rodríguez propuso no un arte de escribir, sino un arte de pensar, y a éste supeditó la escritura, como lo demostró en su peculiar forma expresiva sobre el papel, utilizando diversos tipos de letras, llaves, parágrafos, ordenamientos numéricos, con el fin de distribuir en el espacio la estructura del pensamiento. Aunque más rigurosamente esquemática que la escritura de Vaz Ferreira, también la de Simón Rodríguez procuró traducir el mecanis­mo pensante, siguiendo una racional vía demostrativa. No hay aquí nada que se parezca al ensayo, al discurso o a la oración qqe practicó la prosa americana de la primera mitad del XIX. La escritura ha sido aquí sacada de su ordenamiento, despojada de todos sus aditamentos retóricos, exprimida y concentrada para decir lacónicamente los conceptos, y éstos se han distribui­do sobre el papel como en la cartilla escolar para que por los ojos lleguen al entendimiento y persuadan. Si a fin de siglo Mallarmé distribuyó en el espacio la significación del poema, en la primera mitad Simón Rodríguez hizo lo mismo con la estructura del pensamiento, mostrando simultáneamente su proceso razonante y el proceso de composición del significado. Si la vida y las ideas de S. Rodríguez prueban cuán lejos estuvo de la ciudad letrada, cuya oposición fundó, esta original traducción de un arte de pensar muestra cuán lejos estuvo también de la ciudad escrituraria, aunque, como los autores de graffiti, hubiera tenido que introducirse en ella para mejor combatirla.

Ángel Rama

(De La ciudad letrada. Ediciones del Norte, Hanover, New Hampshire, 1984)

 

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