Fue inmenso. Llegaba hasta Chile y Argentina y alcanzaba hasta los aledaños de Colombia. El vuelo de un cóndor se fatigaría transitándolo. En quechua -la lengua de ese desmesurado reino- se llamó el Taguantinsuyo. Cayó en sitio con las huestes de Pizarro, la horrible muerte de Atahualpa (“no estoy en un lecho de rosas”) y otros adalides, hijos -se decían- del sol que oscurecieran las guerras civiles (la del mismo imperio y la de los españoles invasores) y nuevas y rojas degollinas.
Un muchacho nació en el crepúsculo del reino encumbrado sobre la Cordillera de los Andes. Gozó de noble cuna: su padre fue el Capitán español Garcilaso de la Vega (homónimo y próximo de sangre del poeta toledano, orfebre del soneto y esplendor de la poesía, de quien el vástago sería descendiente) y su madre, la Palla o princesa inca Chimpu Ocllo. Dice la crónica y la suscribe Aurelio Miró Quesada, el prologuista de la edición de los clásicos de la Biblioteca Ayacucho, que su boca habló primero el quechua imperial, que el español del ocupante; que se crió entre dos culturas, la antigua, ágrafa, del incario y la de España, el de la gramática de Nebrija y el virreinato.
Como su padre ostentó el nombre y su alcurnia; y tras aprender la lengua de los vencidos, en la casa de sus reyes y vasallos, habló y leyó la de Felipe II. Fue de a caballo y de librea; recorrió con su padre (le sirvió de su privanza en el achaque de su mando militar y civil) las vastas encomiendas de que fuera favorecido. Logró el cadáver de un dios: el de Viracocha Inca y las tumbas de otros hijos del astro rey.
Cuando promediaba la adolescencia subió a la cubierta de un bergantín que le prometía atracar en España, sin presentir que así comenzaría su gloria.
La disciplina de la enseñanza del idioma que destruyera la enorme casa real de su madre y la larga y bastante lectura de la literatura que le prestaran las bibliotecas, avivaron sus dones. Disponía para su goce del ocio y el regalo de sus próximos de casta y del regalo de su boato, pero más pudo en ese petulante provecho la nostalgia de la lengua y el reducto de aquella civilización donde había abrevado su recuerdo.
Pronto se haría llamar (un documento eclesiástico y cronicones de escritura pública lo legitimaron) Garcilaso de la Vega Inca o, mejor, Inca Garcilaso de la Vega como lo conoce su perpetuo nombramiento. El aula y la biblioteca le cedieron el estilo y la facundia con que lo quería la memoria para dar minucia del acervo en que creciera entre deidades muertas y agónicas, el habla del pueblo quechua, el tesoro de sus costumbres, su saberes, su gracia y sus misterios: su cultura.
No ha debido de serle fácil copiar por escrito lo que oyera en su infancia y en su privilegiada adolescencia sobre la diezmada riqueza del incario y de una nación castigada por el arcabuz, los régulos de las ordenanzas y por el evangelio de la iglesia de España y de Roma en desmedro de la cultura señorial y de vasallaje real del padre, su lengua de conquista y sometimiento, su asolada ocupación y lumbre, y el provecho de su lengua y escritura de que fuera docto copista e invencionero.
Entonces fue fiel en la industria de conciliar su doble ascendencia, la del pueblo de su madre y la del vasallaje del padre, cuidando no avecinarse en demasía de una u otra arboladura del duplo origen que le asignara el destino. Logró, así, concluir la labor memoriosa de testificar sobre el legado oral del quechua, el decir, pensar y sentir del Tahuantinsuyo, en el castellano civil y castrense de su progenitor y de su fronda de deudos, pero sobremanera en el de la fabla y la pluma del siglo de oro.
De esta guisa devino escritor de prosa clásica, castiza, lujosa, que le dio permiso y le pidió exigencia para corregir y prolongar la crónica de aquellos que, como Gómara, Cieza de León y de Zárate, habían testimoniado previamente sobre el imperio de los incas. No en balde titularía su obra con el nombre de Comentarios.
Antes de cederla a la edición auguró su consecución traduciendo con insensatez pero con holgura al judío León Hebreo y con gracia semántica y con invención del imaginario La Florida del Inca. Escuchó las confidencias de Blas Valera, otro mestizo él y esperó la senectud; disfrutó del sosiego que le cediera su desaforada herencia (hizo caballos y los crió con ventaja) y diese a copiar con pluma de ganso y de neblí los Comentarios Reales (el verdadero título es abundoso y cansino), la obra de un inca español, o mejor sería, de un mestizo de lengua oral suramericana y de lengua escrita castellana.
Su muerte, en 1616, le prohibió mirar la edición de libro de su eternidad. Hallase en ella la primogenitura de nuestra literatura personal, la de región, diría Bello, universalizada. La alianza de dos lenguas concedió las bondades de una lectura donde, como el estuario de un río, se confunden los cursos de sus tributarios y forman un mismo e indistinta perpetuidad oceánica, como la cordillera andina donde un reino de guerreros, agricultores, veedores del sol e hijos de su lumbre, mimaban a sus poetas y filósofos, los amautas, destinados al caylla llapi, al cántico, precursores de una infinita nostalgia: el recuerdo de lo que sería el pasado de una monarquía del espíritu y de su permanencia y profusión: la lengua quecha, su soberanía, siempre.
Luis Alberto Crespo