Aún lo veo: el cabello de los románticos tardíos, el callado de los caminantes distraídos, el paso tardo de los abuelos, el traje sencillo y oscuro de las fotografías desvaídas recuerdo, así entraba a la redacción de El Nacional (cuando El Nacional era un periódico) con los borradores de su columna Reflexiones de atardecer y con su autoría toda la generación del 18 en su pasado (la de la poesía de Ramos Sucre, Andrés Eloy, Salustio González Rincones, Ramos Sucre, Soublette, Luis Enrique Mármol, Planchart, Fombona Pachano, Moleiro, Barrios Cruz, mientras él nos observa en la imagen del daguerrotipo, para siempre vestido de pulcro lino de Irlanda).
Fernando Paz Castillo vuelve a nuestra evocación, en un país fervoroso del olvido, a preguntarnos qué leíamos, qué escribíamos, con tal modestia, él la figura viviente entonces de aquella obra de verso tranquilo donde sopla el urape, suena el canario amarillo, transcurre el valle caraqueño de los veinte con tranvía y sombrero camarita, casi siempre el epígrafe de su poesía y su poética con citas de Shelley, el del ruiseñor del otoño, de Wordsworth el que dijo Poetry takes its origin from emotion recollected in tranquillity en las puertas de Persistencias y de Keats, indispensable en su escritura figurativa del rasgo del gusto de los pintores del Círculo de Bellas Artes, del que fuera asiduo seguidor de sus paisajes al óleo, todavía hoy cuando lo añoramos, con el spring fever, la fiebre del renuevo lírico, contraído en Londres, durante aquellos días suyos en la modorra de la diplomacia.
Entonces volvemos a transitar La voz de los cuatro vientos, entonces releemos El otro lado del tiempo, Signo, La mujer que no vimos, hasta detenernos frente a El muro, el primer poema metafísico de la historia de la poesía venezolana y del dios gnóstico, del que meditara, increíble en minuciosidad y hondura, Alfredo Silva Estrada:
Un muro en la tarde,
y en la hora
una línea blanca,indefinida
sobre el campo verde
y bajo el cielo.
“Creó el canto de un viajero incesantemente asaeteado por temibles interrogaciones, atento a su propia sombra mientras derivó lleno de ofuscación hacia el misterio y fue dejando su impronta sobre el voluble polvo del tiempo”, suscribe Oscar Sambrano Urdaneta en el prólogo del título #120 de la colección clásica de la Biblioteca Ayacucho.
Sosegado y parco, viajero, sí, en su andar, paisajista y apenumbrado, la angustia asordinada de quien es sorprendido por la historia ruda y caudillezca de su tiempo mientras oye al gorrión del Ávila y acicala su caballo a las orillas del Guaire en el poema Reflexión, así vive Fernando Paz Castillo en la memoria de los hombres vivos en una tierra a la que en su juventud, sobre “las hierbas matinales”, “lanzara ágiles piedras luminosas”, sin saber todavía, ahora que se eterniza, “a donde fueron a dar aquellas piedras”.
Luis Alberto Crespo