Chávez: De simple teniente a la gloria

¿Cuántos no hubo como aquel muchacho, delgado de la fotografía, casi sin sombra, la mirada zahorí bajo el alero del kepis el espadachín del recién graduado en el puño, hiératico, la barbilla altiva que impone la obediencia castrense, sin parpadear nunca, firme, alineado, presto a recibir la orden superior, inexpresivo, el uniforme azul pálido, anónimo?

El número x de los tantos jóvenes que empiezan a ofrecerse al destino, al largo destino de un derrotero de charreteras,  sería, mientras se atarda el tiempo del devenir humano, promesa, en el soldado que decimos, de aula escolar donde se da abundante la ciencia militar, el manejo del armamento, la aprobación del conocimiento más vario, el del saber de lo humano y lo abstracto; y te llamas no sé quién, oriundo de allí mismo o de más lejos, digamos Hugo Rafael Chávez Frías, de Sabaneta de Barinas, como otro de Petare, de Caricuao, la urbanización o el barrio.

Esa es su foto familiar, un íntimo recuerdo del hijo recién graduado. ¿Quién refiere su pequeño historial que no sea el del registro que asienta su nombre en el escueto recuento biográfico de la Academia?

La historia personal y múltiple de cada uno de esos bisoños de las armas trata de una elección de las muchas disciplinas que concede la especialización de los grados militares.

En el caso del barinés dominaba en él la curiosidad por el pasado de la Venezuela de 1810 y la aparición en la anécdota historiográfica del inquieto adolescente que fuera Simón Bolívar. Frecuentarlo casi al caletre fue y sería su desvelo. Cuántas veces hizo recuento de su devenir y el de la Venezuela de comienzos de soberanía, la controversia entre triunfos y fracasos del caraqueño de nervios de potro durante el furor de los combates, la vida de vivac y de campo de batalla, el contentamiento ante las resultas de cada guerra y la desdicha de sus derrotas.

Después, mucho después, la vida del cadete Chávez daría cuenta con cuánto fervor averiguó la noticia de la vida del hombre de las dificultades. Cuando eso ocurriera el destino lo había buscado en los cuarteles, entre el personal de tropa, la comandancia que le cedieran las estrellas que lucieran sus hombros para marcarlo al rojo vivo de una vehemencia de soñador cuyos destellos había encendido su mirada y aguzado su voz alta y clarísima.

A estas horas de su pasado, Venezuela y más allá se ha aprendido de memoria quién fuera y sería ese bolivariano e inventor de un ensueño nacional, de una vieja utopía rediviva: la de una nación de iguales, soberana como la soñó Bolívar, orgullosa de llamarse así, Venezuela y de entusiasmar a otras tierras a ser ellas, a ser la patria de América.

Los abuelos griegos crearon el destino y sus inconstancias. Demostraron que nacimos con él como una fatalidad, camino del azar, de su enigma y que nos privilegia para el bien o nos confina en el mal. Para celestes e infernales nos destina el hado en el que imaginaron y pensaron aquellos barbados de jubón y túnica que el mármol eterniza.

Del remoto  cadete de hace unas líneas al comandante que hoy perpetúa cada venezolano bolivariano y cada vida íntima y colectiva, media la determinación de los pueblos de librarse de todo vasallaje,  aquí, en la cuna  de Bolívar  y en  la de cualquier mundo donde se aviven la sangre la soberanía y del sentimiento libertario propio y ajeno.

De Sabaneta, el  pequeño villorrio de su origen hasta la patria sin límites en la que hoy habita, el otrora simple soldado que fuera Chávez ahora se llama hazaña, eternidad viviente entre  todos los humanos que lo eternizan con Bolívar.

Luis Alberto Crespo

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