Lo que costó llegar ser Bolívar

Apenas supo quién era en su desmesurada casa de San Jacinto fue huérfano sin haber alcanzado aún el final de su infancia. Muere el padre y no tardó su madre en sucumbir al mismo enigma. Un curador ad litem se encargaría de someter su frenesí, alguien austero, acaso sin sonrisa, de probado abolengo y nombramiento, el licenciado Sanz, quien tuvo con el chico maneras de rudeza, le dio un hogar de confinado, lo subió a un burro como cabalgante al diestro y le prohibió hablar frente a los mayores a la mesa. De tal encierro logró fugarse pero para sufrir otra ergástula, la de un tío de trato imposible del que lo libró su hermana mayor. Nadie, entre los curiosos de los últimos años de su infancia,  dio  razón de cuáles fueron su compañeros de juego en la Plaza Mayor o de sus correrías por el vecindario.

¿Iría a las haciendas de sus padres en los días del sosiego escolar? Pero sí hubo aviso de que ningún educador entendió su rebeldía frente a la educación, ni consiguió enderezar su distracción ante al aprendizaje de las primeras letras, ni obligarlo a atender a los rigores de la mirada severa de quienes intentaban sofrenarlo. La fortuna vino de pronto a su desasosiego y tuvo en Simón Rodríguez su escuela de libertades y el respeto a su indetenible intranquilidad.

Cuando alcanzó la edad de la crisálida se fue de Caracas, pasajero de un navío que lo dejó en Madrid donde lo aguardaba el que sería su entrañable tío Esteban. De ese tiempo en el Reino de Carlos IV sabemos con minucia como el del beneficio de las bibliotecas y las tertulias sabihondas de los Ustariz. Un resumen de esa estadía suya en la universidad doméstica de esa estirpe de eruditos terminaba en las clases de esgrima, la danza y el rigor de la academia de caserna. Así lo sorprendió el adiós a la adolescencia cuando, más tarde, conocería el ardor del amor en aquella muchacha que pronto le ofrecería su dicha y su primer dolor, el largo dolor que hirió su vida, cuando sucumbiera en mala dolencia.

Viudo a temprana hora, enlutado, se largó a Francia mundana, vistió ropa de vana apariencia y gozó los arrestos del petrimetre, derrochó el oro del cacao que llevara entre sus pertenencias, hasta que un día topó con el maestro de sus clases al aire libre en la montaña caraqueña y no tardó  en ofrecerse al destino entre las ruinas del Imperio Romano.

Huelga detenerse a dar cuento de su confidencia que le reservara la eternidad, la cual alimentó su gloria pero también su desdicha, los triunfos en los campos de batalla, sus derrotas y la pena -¿por qué no cedérsela?- de haber delatado a Miranda, en la noche de la Guaira, como culpable del desastre de la Primera República.

De teniente a general y de general a Libertador vivir para Simón Bolívar sería un largo insomnio de dificultades, como él mismo confesara: el temprano desconocimiento de los guerreros de Oriente, la pérdida de no pocas batallas, después de su proeza bélica en la Campaña admirable, el puñal que no consiguió derribarlo en El Rincón de los Toros, la muerte que no logró alcanzarlo en la pelea de La Puerta. Otra viudez lo heriría con ventaja cuando la fatalidad derrumbara a Pepita Machada, sangre de su misma sangre y goce de la amante. Seguir el derrotero  que el hado de los griegos prestara al soldado de la mirada encendida sería insensatez en tan corta escritura. Aquel huérfano, aquel viudo, aguzaría sus emociones más hondas el recuerdo de la utopía que transfigurara su vasta ilusión: el de América como única patria. Guerrero fue hasta lo inaudito y jefe de hombres armados con lanza y cuchillo también fue.

En la plaza de angostura hubo de sufrir el fusilamiento de Piar, el general perfecto. Lo vieron a caballo entre la pólvora y el filo de los combates, irrespetuoso ante la derrota en Pativilca, pensador y dueño de prosa admirable, pero un día aciago sería negado por los suyos, humillado y ofendido, hasta a punto de fenecer por la claque de Santander y los que antes lo endiosaban, de cuya fatalidad lo librara la amada Manuela.

Álvaro Mutis, el escritor colombiano,  con el fingido atuendo de un oficial polaco, suscribió unas páginas memorables que dicen con ternura los últimos días de Bolívar cuando la muerte que lo aguardaba en Santa Marta agudizó su maldad trayéndole a su hamaca de moribundo la muerte del Mariscal Sucre: “Una vieja familiaridad con la muerte se me hace evidente en este hombre que, desde joven, debe venir interrogándose sobre su fin en el silencio de su alma de huérfano solitario”.

Ocurriría bajo la fronda del triste caserón de San Pedro Alejandrino. La gloria, a la que se aferrara sobre el pómulo de su espada, calmaría su vieja y siempre viva herida de soñador dolido por el desprecio y el derrumbe de su gran sueño: la Gran Colombia.

Pero mucho antes, el peruano Cocahuanca predijo su eternidad, la de hoy y siempre: “Con el tiempo crecerá vuestra gloria cuando el sol declina”.

Luis Alberto Crespo

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