Cuando Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto (del Parral aterido y después de Temuco introvertido) subía en mula a Machu Picchu, la escondida ciudad de piedra y del silencio de los Incas, el nombre que hoy se eterniza era difundido por la poesía de la tierra entera, bien que sin la venia de la escritura pública que sólo le concedía el del seudónimo, préstamo del patronímico de Jean Neruda, el poeta praguense que inmolara su gloria para cedérsela al chileno universal.
Poco importaba: mientras el bronco Urubamba sonaba los tambores de su torrente allá abajo, Pablo Neruda ostentaba ya , a fortiori, con ese nombre el título de su gloria y mostraba, “del aire al aire”, sus maneras de compungido y dejaba oír su voz con ganas de llorar, que se aprendiera al caletre su vasta nombradía. Callado o siquiera murmurara su inexpresivo mutismo de dios con párpados de quelonio.
De dónde venía? Venía de su larga errancia terrestre, con ese cansado modo suyo de transitar retardándose por los continentes y desmintiendo así el motejo de viajero inmóvil como lo designara Emir Rodríguez Monegal. Sus zapatos habían pisado hartas veces los suelos de Asia, Europa, España. Su retenida emoción conocería la fiesta y el luto de la República Española, la gracia y la sangre de García Lorca y el soporífico deber consular (¿cuántos cumplió?) en Rangún, Batavia, Ceilán, Java, México, Buenos Aires. La tinta vegetal de su pluma rubricaba cartas con la igual facundia de sus poemas, a los que pronto acusaría de pecar de distraída en la contemplación de la flor, la ola, el silbo, las torres y la lejanía. La desdeñó por sombría (“fui solo como un túnel, de mí huían los pájaros”)y por mantenerse puertas adentro del soliloquio lamiéndose la herida del desamado (como en aquel Tango del viudo de su indispensable Residencia en la tierra donde le arrostra a Josie Blis, su amada de Birmania, no pocas miserias, cuya acre escritura quisiéramos atribuirnos cualquiera de nosotros) y determinó cambiar de voz y de motivo para rendir obediencia al hombre castigado por el oprobio y profesar duradera devoción al partido comunista.
Un día le reclamaron esa “deserción” y no tardó en mojar de sangre verde la pluma de sus invasivos dones de miglior fabbro para responder en tercera persona:
¿Preguntáis por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles
De aquella cabalgata de 1943 a la república de las nubes de Machu Picchu seguiría su proverbial recato. Los labios a medio abrir, como si le desganara pronunciar la más chica confidencia, tardaría algún tiempo en revelar la confidencia de su andanza por la embalconada ciudad incaica cuando las primeras estrofas del esbozado Canto general a Chile desbordaran de efusión y verbosidad para expandirse en el
desmesurado Canto General. Entonces dijo que en las Alturas de Machu Picchu había adquirido la nacionalidad universal del hombre y sentido el reclamo de una poesía telúrica, mineral, olorosa a obrero, a empleado de la pobrecía, escrita con la oralidad y la nitidez de los trazos de Diego Rivera y de Siqueiros, la de los dioses del maíz y las legumbres, la culebra de los toltecas, el caballo y el fusil de Villa y de Zapata y la tierra que se negara enterrar Atahualpa y que fertilizara el degüello de Manco Capac.
Y ya no pudo contenerse.
El canto que comenzó a oírse allá en Chile comenzó a nombrar a toda la América humana. Hirió al felón Gonzalez Videla, que se dio a perseguirlo para morderlo (su libelo por esa traición sería divulgado en El Nacional de Miguel Otero Silva; también la lectura de sus primeras Odas Elementales); y se escuchó, con aire de cueca, el nombre del guerrillero Manuel Rodríguez y el de los enterrados hombres del cobre y la hulla, el petróleo, el fruto de la papa y del cereal bajo la pesa injusta, y lo escribió, más que cantando, con rabia y con ternura, porque escribía con la boca del poema y los puños del verso, sin atender a los castizos endecasílabos, apurado en cubrir de denuestos al conquistador caníbal, al rond- de- cuir de gabinete y sinecura, presto a biografiar a los héroes y a los mártires con la misma minucia que dispensara a contar las llagas y las piedras vivas de los condenados de la tierra.
Después fue a llamar al padre Bolívar y a sus soldados para que despertaran a los pueblos y se detuvo en la América del Norte en procura de Abraham Lincoln, al leñador para decirle: Al oeste de Colorado River hay un sitio que amo; y también para mostrarle los sembradíos de algodón empurpurados por la candela y la soga del Ku Klux Klan, el dolor sudoroso de los obreros de la industrias del dólar bélico y del saco a las plantaciones bananeras de la América de Sandino. Que venga Abraham con su hacha-pidió-/y con su plato de madera/a comer con los campesinos.
Unos versos más tarde lo despertó esta advertencia: Pero si armas tus huestes, Norte América,/para destruir esa frontera pura/y llevar al matarife de Chicago/a gobernar la música y el orden/que amamos/saldremos de las piedras y del aire/para morderte:/saldremos del surco para que la semilla/golpee como un puño colombiano,/saldremos para negarte el pan y el agua,/saldremos para quemarte en el infierno (…) No confiéis del gaucho cantando una vidalita,/ni del obrero de los frigoríficos. Ellos,/estarán en todas partes con ojos y puños, /como los venezolanos que os esperan para entonces con una botella de petróleo y una guitarra en las manos…
Quinientos ejemplares tan sólo se editaron de Canto General hacia 1950 en México, pero pronto y desde entonces sería leído por todos los habitantes del planeta.
“Así se lee esa epopeya”, observa Fernando Alegría, en el prólogo del tomo 2 de la Biblioteca Ayacucho (la editorial domicilió su Canto General lado del tomo I que reunió la doctrina del Libertador), de vaivén en vaivén, calmosamente; posiblemente con tranquilo arrebato, y así se escucha su poderoso mensaje oral, la voz única y múltiple en enunciación sonora a través de un tiempo y un espacio ilimitado. Tal vez es su movimiento y su tono que a un oído le pareciera lírico, y a otro épico, oratorio o íntimo. No hay razón para disminuirse y apartarse ante los vastos registros del poema, ni mucho menos para perderse en consideraciones retóricas sobre su índole literaria. Al Canto General se entra a convivir con un pueblo que revisa su historia, reconstruye ambientes y saca sus consecuencias.
Con razón la escritora y crítica Jean Franco (citada por Alegría) puntualizaba sobre “la índole oral del poema, nacida para ser dicha a un auditorio popular. El poema trata de resolver los poderes creativos del genio al pueblo”.
Alguna noche hube de acompañarlo a esperar a sus amigos en un anónimo bebedero de la esquina del Teatro Nacional. Permaneció lejano (acaso respetuoso de mi enfermiza timidez) y mudo como su perfil mientras daba cuenta de una copa de vino El año de 1970 fue la última vez a su lado en mi memoria. Chile tenía miedo. Todo presentía la irrupción del apocalipsis. Una sombra del tamaño de su delgada geografía cubría sus viñedos y su gente. Sentado a una mesa de piedra y frente un libro de mármol, Neruda me mostró la costa de Isla Negra, sus olas pedregosas, su espuma de alborotado organdí. Su mirada se detuvo un momento frente a una suerte de roca pálida y sola. “Es la tumba de Darío”, me dijo. Jamás pudo prever que tres años después sería la suya, pero más vasta, del tamaño de la elegía de su ausencia, pero más viva, como el mar que con su inquieta ansiedad la espiritualizaba.
Luis Alberto Crespo