Un 28 de julio. De Sabaneta al infinito

Todavía guardo en la memoria su mirada, sus ojos color de tábano, su ropa y su escarapela de capitán, allá en Elorza, que durante mucho tiempo le decían La Raya, porque bastaba dar un paso, por más breve que fuera, para creerse en Colombia. Después, mucho después, su tía abuela, en Villa de Cura, me dijo que cuando lo vio entrar a su casa, “vestido de soldado”, exclamó: “ahí llega Pedro Pérez Delgado”; y me mostró la foto de Maisanta, colgado en la pared, atajando a su caballo, para probármelo.

Más lejos que esa vez, fue verano en Apure, o en el mundo, por lo fiero. Chávez era flaco, con una sonrisa de aquí a aquí. Quería, esa tarde, rendirle tributo a su bisabuelo en la placita Bolívar que tardaba, como mucho, varios alcornocales para hallarse al otro lado de Venezuela. El busto del Libertador cabía en un puño. Al terminar de recitar -sin leer- el largo poema de Andrés Eloy, lo miré distinto. Todavía lo hago. Era otro: un destino.

Más tarde supe por qué. Todos lo saben.

La historia, su historia, comenzó con un libro de José León Tapia, escritor, venezolano puro, barinés universal, médico de pobres. La obra se titulaba Pedro Pérez Delgado, el último hombre a caballo, del sello editor de José Agustín Catalá. Ha debido leerlo a las escondidas. En su casa le habían desaconsejado hasta que le deletreara su nombre, “por violento, por malo”, nos dijo una vez en Miraflores; pero no más comenzó a hojear sus páginas (era cadete, militar bisoño) pensó en Bolívar cuando Humboldt le confió en París que Venezuela necesitaba de un hombre para hacer la revolución contra España.

Y fue él, fue Maisanta desde entonces, o comenzó a serlo, un justiciero, pero sin cananas, armado con su voz, su grito. Eso lo sabe el coplero y amigo mío Cristóbal Jiménez, desde que compuso ese pajarillo de tanto nombramiento.

Luego, y luego es su gloria. El país supo de su niñez en el polvero de Sabaneta, vendedor de dulzuras de coco y panela, a lo mejor ya con una pelota de béisbol en la otra mano, porque se empeñaba en ser pitcher en la Gran Carpa. Quien va al pueblo barinés, cobijado entre sabana y samanes, retrocede al remoto ayer y le cuesta aún imaginar de qué tamaño pudo haber sido aquel sueño.

Nunca montó a caballo, “yo soy más bien veguero”, me confesó. “No te vayas”, me pidió en el Salón Libertador, un día de entrega de premios culturales: “voy a contarte una anécdota, tiene que ver con caballos”. A mi lado, sonreía Gustavo Pereira. Trataba de la Arabia saudita: un potro, un dios equino árabe, le mordió la manga del brazo durante su visita a las caballerizas del Rey. El monarca le murmuró algo a uno de sus súbditos. Cierta tarde, de regreso a Miraflores, uno de sus edecanes le susurró: “Presidente, acaba de aterrizar un avión de la Arabia Saudita. Trajo un caballo: es para usted”. Chávez no hallaba qué hacer con él. Gustavo Pereira me halaba del brazo y de nuevo sonreía.

No deja de soplar el viento, cada vez más lejano, de Sabaneta; no amaina en mi fantasía y me devuelve a la primera vida de un muchacho asoleado con su recado de dulces y -se me antoja- con su pelota de béisbol en la otra mano, sin avizorar nunca que los escasos viandantes del pueblo a los que proponía la compra de sus morenas “arañas”, tiempo después, sumarían millones en toda Venezuela y más allá, las veces que les regalaba un país libre y de todos nosotros.

Luis Alberto Crespo

 

 

 

 

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