Es una casa con ventanas de miradas casi tímidas. Se asoman allá en Bogotá, después de un zaguán de ojos entornados que miran hacia una modesta habitación casi semioculta. Fue allí. José Asunción Silva la había abandonado para irle a preguntar a un galeno amigo en qué lugar de su pecho latía su corazón. Eso bastó. ¿Se supo quién oiría el disparo?
El poeta de las noches, del nocturno de afuera y de adentro, jamás pudo presentir que esa hora del tiempo sería su ascenso al mito cuando sobre la almohada de su lecho se precipitara su vida a la que nunca perdonó su retardo en la tierra después de que su hermana, su amada (la vana conjetura murmuró que él la amaba de otro modo del que lo ceñía el lazo fraternal) muriera de muerte pronta.
Había sido larga y con igual nombramiento su obra poética, signada, no se sabe por qué antojo crítico, de costumbrista siendo su obstinación temática la caída de las sombras, la hora de los románticos. Mucha, ciertamente, abundó en la tenebra, la escritura de sus versos y del mismo comento la música de sus rimas, atenta al oído puro del que fue privilegio músicos como Mozart y Chopin.
¿Por qué, entre su copiosa creación fue y es fama que su más alta poesía distingue ese canto inconsolable de Una noche? Aquel disparo, su vallejiano golpe, lo ungiría como el autor de un poema único, don de su genio versificador y del motivo (la amada y el amado, confundidos en una sola sombra larga), quejumbroso y quedo, a modo del soliloquio de violoncelo y cuyo asunto y melodía verbal silenciarían toda su otra invención lírica y cuidado si la poesía colombiana de su tiempo y de siempre.
No hay instante en la eternidad de José Asunción Silva en que no se escuche ese poema y se propague en el tráfago de las incontables ediciones donde fulge su embrujo. No se contenta su lectura con el mero goce de deletrearla y memorizarla insaciable. Pasa el capricho de lo nuevo, se marchita el verso métrico del furor modernista, el muy colombiano refectorio piedracelista de Carranza (y de los otros), más allá de León de Greif y de su desmesurada idolatría y el dicho poema persiste en su preciosura, incólume, ofreciendo, sin mácula alguna, su misterio sombrío.
Quién, entre los humanos de estas regiones y acaso más lejos, no repite, como rezo de feligrés ante la invocación de una deidad, aquellos versos, que hoy, un 23 de mayo de 1865, vuelven y vuelven a escribirse en nuestra memoria, de igual modo como fueran concluidos para que permanezcan cada vez que lobreguece en el mundo, como en aquel golpe sobre el pecho del poeta en una delgada cama y la mancha púrpura donde abrevó para siempre su espíritu, así:
Una noche toda llena de perfume, de murmullos y de música de alas
en que ardían en la sombra nupcial y húmeda
las luciérnagas fantásticas…
Luis Alberto Crespo