Mario Abreu: el hechizo como una de las bellas artes                                                                                                                     

Turmero es ducho en asuntos del encantamiento vegetal. La sanación por el sahumerio y la adivinanza forman una farmacopea de la hoja y el humo, el bebedizo salvador, el unto, el rociado del agua bendita en manos del santero y el privilegiado de la magia. Uno pasa por sus costados y huele a incienso, a malagueta, ese follaje que con tan sólo respirarlo mejora el desasosiego, la lastimadura inencontrable.

De sus montes fue un joven de pie descalzo y morada escasa. Nadie sabe cómo fue su educación de sanador de mortificaciones, ni quién le dijo que el tabaco disipaba la desdicha o el dolor interior. Pero lo hacía o remedaba esos dones de la gente con poderes insólitos. Acaso se prestó a que lo alinearan en el rehílo de esos atributos.

Menos comprobable, de escaso aviso, resulta la confidencia sobre su destino con las manos, con el color y el trazo en la tela o la materia de fortuna, sea lámina cualquiera, acaso restos de envoltorio, el enser del cartón o la cosa dura. Tampoco es cierta su iniciación en el deliberado propósito de imitar lo real o su semejanza, ora de la naturaleza vegetal, ora de las formas de las moradas, los caminos o el cielo y sus temperamentos.

Un día (eso sí es cierto) se llamó Mario Abreu, pintor, artista del dibujo y el pincel. Dijo adiós a todo esto o quién sabe si al poblado,  a sus verdores esotéricos y se fue a la ciudad, enderezó sus pasos de montaraz hacia la escuela del aprendizaje artístico, recibió lecciones acerca de sus dones de parte de los maestros en el menester los cuales corrigieron sus naturales equívocos. Allí conoció neófitos y bisoños en los achaques de la estética, también sus difíciles derroteros y fue larga y duraría su camaradería cuando gozaran de la fama.

Una muy avara anécdota refiere su alejamiento de lo regional (ya las instituciones y los reconocimientos han comprobado su ingenio) y andará de viandante y visitantes de museos por París (¿lo habría deslumbrado el Aduanero Rousseau?); camarada como fue de becarios, contertulios de café, más aún del poeta Juan Sánchez Peláez, con el que compartiera revelaciones de la belleza y sus lenguajes, no sólo en las obras maestras, también en el amor por mujer. No es imposible que haya entendido el desafuero surrealista, obediente al mandato bretoniano de que sólo lo maravilloso, y nada más que lo maravilloso, es bello.

Cuando regresara ya habría comenzado a mirar el espacio de sus creaciones como una versión artística de aquellos encantamientos que observara y hasta remedaba en la liturgia de los sabios de la hojarasca y el tabaco. No le satisfizo la copia exacta de la realidad y buscó más allá, en el fetiche, el objeto con espíritu o simplemente eso, lo desusado, el desperdicio, como una muñeca sin cabeza, un utensilio de cocina, “el perol con alma” que dijera Rafael José Muñoz, el poeta taumaturgo de Guanape.

La callejera bohemia caraqueña lo ganó para la francachela y el oficio inventivo del desenfreno que nominaban la vanguardia. Se alió con sextas de variada fantasía, sobremanera con los poetas y prosistas de la novedad; él mismo haría de intérprete de la metáfora y el había una vez con el trazo del color y el carboncillo de una autoría que lo distinguía entre los copistas de las imágenes poéticas y el anecdotario del cuento y la narrativa.

Lo mágico fue y sería su idea fija. Le entretenía la contemplación de las noches estivales. De esas sus frecuentaciones celestes es su invento de El toro constelado. Entonces logró la maestría (ya la ostentaba) en el arte de acercar a la tela lo que creíamos costumbre del ojo, lugar común de los sentidos.

¿Cuántas veces no embrujó con sus invenciones plásticas la vida del arte entre nosotros, como esa platería del automatismo psíquico de la cuchara y el tenedor, la lata, el adorno inane, esa conjunción casi involuntaria del cachivache convertido en toten?

Huelga decir que el trazo ingenuo o inocente lo tuvo de cómplice en su labor creadora, cierto barroquismo primitivo lo apartó de cualquiera convención del gusto en la aceptación de los valores plásticos que imponía la crítica schollar.

Conoció pronto el nombramiento. “El brujo Abreu”, oyó que lo llamaban, porque nos miraba por dentro, detrás de sus anteojos de cuero.

Hace tiempo que Turmero le enseñó a hablar y pensar como el ensueño. Todavía, más allá de su paso por la vida, no deja de laborar con el hechizo como una de las bellas artes.     

Luis Alberto Crespo

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