Chile, está convenido, es tierra de poetas. Los vástagos de su primer novelista, Manuel Rojas, el nombre más conspicuo de los narradores del delgado país (Jorge Edwards, Roberto Bolaños Isabel Allende, para nombrar los de mayor nombradía) no logran de ceder su gloria a los poetas que forman multitud en el género allá en el país con forma de lanza.
¿A qué nombrarlos? Chile es poesía. De sur a norte, la casa de nieve y desierto chilenos, su jardín frondoso yermo han sido cuna y eternidad de los creadores de la lírica más variadas. Se diría que todos son Huidobro, Neruda, Gabriela Mistral, Gonzalo Rojas.
Pero un día nació José Donoso, chileno puro, de Santiago. Desde siempre leyó mucha literatura anglosajona. Su comportamiento en el oficio fue, por decir lo menos, el del recato. Pudo pertenecer a algún grupo o a vecinos de la ficción narrativa, pero se hizo solo, salvo alguna referencia generacional que lo junte con contadores de anécdota de prestigio.
Entonces ocurrió el boom literario promovido por Carlos Barral, allá en Barcelona catalana, él mismo empresario, narrador, poeta, marino y millonario. Era la década del sesenta. Carmen Balcells y su persona armaron tienda en una empresa que a conocer y a redundar en los dones de la prosa novelada que abundaba en esos tiempos.
José Donoso a lo sumo era nombre con lectores y reconocimiento de no muy largo público. Lo seguían sus lectores del sur y el entorno de más allá de la frontera. La poesía chilena lo conminó a sala de espera, pero más aún la convocatoria del envidiable Premio Biblioteca Breve que para esos días reconocía y colmaba los anaqueles de las librerías con las excelencias de Gabriel García Márquez, Vargas Llosa y Carlos Fuentes.
José Donoso, tardaría en concluir no pocas obras narrativas, sobremanera El lugar sin límites y El jardín de al lado; y comenzó a agotar las páginas de abultados diarios de profusa pero agraciada y erudita elocuencia. Como todo sureño de las letras abandonó su estrecho país. Eligió el patio de más cercano: nada menos que Argentina, donde escribir y ser nombrado sólo proponían una condición: escribir bien (el canon era Borges y Bioy Casares y ser ungido por Victoria Ocampos hasta contarse entre los predestinados a la gloria por la revista Sur en los predios de Palermo Chico, el barrio de los pretensiosos del dinero y de los mentideros de su floresta y sus balcones donde ocurría La Meca del endiosamiento escritural, diría Ángel Rama, uruguayo de la revista Marcha y a punto de enderezar su destino hacia Venezuela para fundar la Biblioteca Ayacucho junto al poeta José Ramón Medina, la institución editorial cuyos fines habría de ser el de difundir los nombres y las obras del pensamiento y el imaginario del pasado, el presente y el porvenir de las letras latinoamericanas.
Tal vez el aislado José Donoso cometió un error: irse a llenar cuartillas a Buenos Aires con las que refería sus encuentros con los escritores porteños. Barral y Compañía fueron cuidadosos en no silenciar aquellos nombres que día a día colmaban la imprenta Seix Barral y los nombres de la llamada narrativa del boom literario.
Oyeron hablar de José Donoso y lo invitaron integrar su pléyade, pero carecía de la obra que justificara esa oportunidad. El escritor chileno había hecho maletas por esos días para marcharse a España. Lo asediaba un insomnio: la conclusión de una novela que lo hacía sufrir y agudizar su ceño. La había bautizado con un título asaz provocativo: El obsceno pájaro de la noche.
El propio Donoso se sentía exasperado por no poder concluirla. Llegó a decir de ella que no la soportaba. Tenía razón. Cuando pudo concluirla acaso supo que se trataba de una obra maestra donde la historia de sus personajes principales comenzaba del otro lado del río Mapocho, en los predios de La Chimba y otras mujeres. Humberto Peñaloza y el Mudito ocuparán un sitio de prestigio en la narración. ¿Narración? Llamarla así no satisfaría al desocupado lector: trata de un caos, de un descenso a los avernos del ser, de un magnífico imbroglio de asuntos del inconsciente, la memoria alucinada y su desarreglo, trata de un subsuelo dantesco. Con tal hazaña, José Donoso obtuvo permiso de Barral para codearse con sus elegidos: El Gabo, Vargas Llosa, Cortázar. Harold Bloom, desde su cátedra de Yale y su sitial de crítico consagratorio enalteció al El obsceno pájaro de la noche como una novela sublime. La fama abundó en la vida literaria del escritor chileno, mas la suerte fue mezquina con el certificado de eternidad que prometía el ansiado Premio Biblioteca Breve Seix Barral. Motivos financieros sino esotéricos se lo mezquinaron. Pero el nombre de José Donoso y su pájaro cavernario le darían a Chile y a las letras latinoamericanas la perpetuidad que la literatura le reserva a los grandes creadores de la novelística de cualquier tiempo.
Luis Alberto Crespo