Andrés Eloy Blanco: La poesía por toda Venezuela

Allá en Cumaná vive una casa mirando a Bolívar vestido de civil. Es enventanada, el corredor largo y las habitaciones asomadas a un jardín que trina sin pausa. Fue, es el hogar de un recuerdo que no conoce sosiego. En él nació Andrés Eloy Blanco. Su poesía lo nombra en un poema durante el contumaz exilio que lo persiguiera durante las torvas dictaduras que asolaron a Venezuela.

No hay venezolano que no haya tenido aviso de su vida de poeta y no halla memorizado cualquiera de su profusa obra literaria, la risueña, la compungida, la sosegada y la airada.  Tal prestigio débese a cierta entonación vecina del canto, al sentimiento diario del vivir y a su fervorosa voluntad de nombrar lugares, caminos, seres, ayeres, los más dolidos e inocentes, de Venezuela, como aquella, la de la loca Luz Caraballo de Chachopo a Apartaderos o la procesión del Nazareno de San Pablo caraqueño que tropezara en su dolido camino con un ramo de limón y lo volvió milagroso; si no la de aquel guerrero Maisanta, el Americano o alguien sin nombre a quien le dejaron el corazón como capilla sin santo.

Semejante nombramiento popular ocurre -y no nos corremos- porque el poeta sin muerte ni olvido que es Andrés Eloy Blanco gozó de la extraña, la esquiva gracia de versificar asuntos del desamor, la recurrente nostalgia, la pasión fundamental del pálpito amoroso, tal aquella copla del amor viajero o los sonetos modernistas y dariístas de la muchacha que le dijo al amante que esperara la respuesta de su requiebro porque en sus manos le sobraban flores para reírse de la primavera; y asimismo para sentir que tener, no fuera sino un hijo, era ser padre de este y cualquier hijo de la tierra entera.

Las vanguardias literarias, los caprichos del gusto por la poesía de nuevo antojo, no han logrado silenciar esa poesía emocionada, con frecuencia sentimental, sensible y sensitiva, que el poeta que evocamos inventara con extraña gracia la asidua lágrima, como la que moja su carta a la madre desde su exilio madrileño, una noche de pascua decembrina.

Todos sabemos que el cementerio de la poesía venezolana es casa de olvidados, lápida visitada con puntualidad por el sol, la lluvia y el rocío y que nadie que no sea José Antonio Ramos Sucre, vecino y conterráneo que fuera de Andrés Eloy Blanco y poeta de prosa solitaria por incomprendida, lo asegure  con creces desde la árida colina donde yace su cuerpo en el viejo camposanto cumanés.

Sí, es fuerza decirlo y saberlo. Sólo que cada vez que nombramos a Andrés Eloy Blanco ese ingrato estigma desconoce su malandanza: por más que los gustos poéticos echen a un lado nombres y versos acusados de pasatistas, la obra del cumanés de traje blanco y el perfil de gavilán cejédisfruta de la perpetuidad con que perdura la copla llanera, la décima oriental, el romance zuliano, y tanto y por siempre que su poesía comparte con esos octosílabos y endecasílabos la gloria de perder incluso su autoría para cederla a la memoria del común, a la propiedad indistinta.

Hoy es así y mañana no cambiará un punto. ¿Por qué?

No es insensato aseverar que esta eternidad obedece a los muchos, los incontados momentos en los que el poeta risueño y triste (el humor lo contagiaba en mitad de la melancolía, como en aquella risa de la aeroplana clueca) anda en busca del país, de su habitante y de su historia y pulsa el canto de las antiguas baladas, la confidencia amorosa y su fiel aflicción.

Nunca dejó de mostrarse de tal guisa el poeta sombrío y garboso a un tiempo, ni menos callar en sus versos al país, sobremanera al que le dolía el desamor y el odio. Será por eso que todavía hay alguien, cuidado si hasta un estudiante de escuela de letras o pretensioso versificador bretoniano o anglosajófilo que deslice entre sus caletres estéticos un verso, siquiera el nombre, de Andrés Eloy Blanco. Eso bastaría para devolverlo, una vez más, de aquella, su malhadada muerte mexicana, en una cualquiera esquina de la ciudad de Alfonso Reyes, mientras el dictador Pérez Jiménez ordenaba taparnos la boca para que enterráramos aún más hondo su nombre y su poesía.

La poesía, a la que Virgilio identificara con la muerte, desobedece a la mar que es el morir de Jorge Manriquez.

De pronto, y poco importa cuándo, el secular olvido, enemigo íntimo de la poesía, hace un alto y concede a Andrés Eloy Blanco, el privilegio de la eternidad. Bastaría con salir a la calle y preguntar por él para que un cualquiera de nosotros lo reconozca y le renueve   (como entre los clásicos latinoamericanos de la Biblioteca Ayacucho)  su nacionalidad venezolana y su poesía, ciudadana del mundo.

Luis Alberto Crespo

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