Aún es 1974. Aún hace 50 años, esto es, siempre. El gobierno de Carlos Andrés Pérez escuchó con insistencia, aquella vez, un 10 de septiembre, la vehemencia, diríamos, la terca ilusión, con que el poeta José Ramón Medina y el hombre de letras Ángel Rama, se atrevieron a darle visos de cuna y eternidad a la Biblioteca Ayacucho. Tal pretensión hubo de aguardar el susodicho tráfago de oficina y espera -¿y hasta la duda?- para que se diera el consentimiento y se autorizara, mediante el Decreto 407, la creación de su fundación.
Venezuela gozaba esa vez de los fastos de la riqueza de sus hidrocarburos, la llamada abundosidad -y pronto precaria- economía saudita. Tamaña probidad de que fuera beneficiara con largueza el fisco nacional propiciaría el pronto consentimiento del entonces Presidente de la República y acaso el de la conseja de los áulicos de Palacio y de nuestra clase intelectual. ¿Qué ocurría entretanto en los aledaños del sur del Continente? La satrapía de cuartel abundaba allá abajo hasta más allá de la Tierra del fuego, la cual, con saña y carnicera determinación, mordía y extenuaba todo derecho a disentir y más aún a acallar todo pensamiento y fantasía. Sus escritores y sus imagineros de cualquier virtud creadora huían de esa cacería a la meditación y a la fantasía y Venezuela proponía su aunque precario clima de libertades, los beneficios de una vida pública permisiva y los beneficios pecuniarios de su sorpresiva riqueza.
Hasta sus orillas, la del parapeto neoliberal, llegaría el destierro de la inteligencia y la imaginación sureña. Todos eran nacionalistas, los más obedecían a la utopía socialista. El escritor, el profesor de academias, Ángel Rama, era el de mayores títulos.
La empresa editorial del boom gozaba por entonces de muy buena salud. Aledaño a ello el recién creado Concurso Internacional Rómulo gallegos prometía pingües promesas materiales a sus galardonados. El también recién nacido Centro de Estudios Literarios Latinoamericanos, prestigiado con el nombre del autor de Doña Bárbara, requería de lectores de academia probado nombramiento. No tardó la alta institución, ella también -como la Biblioteca- cincuentenaria, en acoger a la inteligencia de la diáspora.
El sesquicentenario de la Batalla de Ayacucho abundaría en beneficio de la propuesta del poeta Medina y el intelectual Rama de que la Biblioteca de su propósito editorial llevara el nombre del campo de batalla con la que naciera y se nombrara nuestra definitiva soberanía bolivariana a esa otra libertad, la libertad interior, la de la regionalidad de nuestra escritura. Antes, allá por los años veinte, Rufino Blanco Fombona había nominado ya Ayacucho a una de las colecciones de su Editorial América, por lo que la futura Biblioteca heredaría dicha distinción ecuménica y la vasta espiritualidad, desvelo de Bolívar y Andrés Bello.
Hoy, medio siglo más tarde, la más prestigiosa creación de la editorial Latinoamericana persiste, fiel a su canon, de acoger, sin atender a criterios ideológicos e imposiciones estéticas, a las obras literarias regionales a las que la celebración y el tiempo han dado la autoridad de Clásicos. Más de doscientos cuarenta títulos abundan hoy en los estantes de Ayacucho y de sus colecciones filiales. Oscar Rodríguez Ortiz, uno de los nombres pilares de la editorial, anunciaría su alcance y propósito los cuales consisten en que “en una misma colección de libros estuviera, junto a Borges, García Márquez, o una antología del pensamiento conservador continental se acompañase con una dedicada al utopismo socialista”.
No ha variado un ápice su razón de ser. En estos tiempos de acoso brutal a nuestra soberanía, la Biblioteca Ayacucho aviva, con ejemplar tenacidad, aquel propósito de sus dos soñadores. ¿Cómo olvidar las palabras de Ángel Rama cuando la definiera de ser “instrumento de integración cultural latinoamericana” (y del Caribe, agregamos nosotros).
Luis Alberto Crespo