De rancio abolengo fue su nacimiento, el parentesco de la mamá de Bolívar y de Eduardo Blanco, la sangre de verbosos y encachuchados, del ganadero y el cafetero de larga hacienda, del escribidor circunstancial y obsesivo, del gacetillero, del periodista alevoso, del funcionario de caudillos, del conspirador, del universitario, del diplomático, del humillado y ofendido de la cárcel, pero también el perdonado por el sátrapa de turno para que asumiera el ministerio o la cartera de diplomático, Rufino Blanco Fombona, con tan frondoso árbol genealógico y el ajetreo del letrado, usó -y no precisamente para enseñarlo- el gesto del espadachín, el del disparo con alegado de defensa propio o porque sí y la machura en todo, así en la pluma del poeta, el del narrador y prosista diverso, como el de temible polemista que tuvo tiempo y solaz para convertirse en una biblioteca andante proteica que llegara a ser, como aquella de lírico -que autorizara la venia de Rubén Darío- y no sólo la del novelista, el ensayista, el cuentista, el historiador y las pretensiones de nobelizable, que la clase culta y política reclamara por su obra y su apasionada venezolanidad, parisiense con Darío, contertulio de Unamuno y su vecino de rúbrica, exiliado en Europa y en Nueva York por afrontar al Cabito y más a Gómez, después de celebrarlos y prestarle sus dones; y nomás de regreso de su dilatado destierro, académico y gobernador.
¿Qué más? Jesús Sanoja Hernández, en la indispensable lectura del prólogo que suscribiera para el tomo 36 de la colección clásica de la Biblioteca Ayacucho, le atribuye, además del de Don Juan y Casanova, entre su vasto nombramiento en la historia político-literaria de la Venezuela modernista y positivista de su tiempo, el de ser empeñoso celebrante de Simón Bolívar, de quien suscribiera varias y muchas páginas, como aquella -entre tantas-sobre las mocedades del Libertador. Tanta elocuencia escrita no lo libró de ser silenciado por los áulicos de nuestros caudillos, los más otrora compañeros suyos, quienes aceptaron sumisos las órdenes del Palacio de que ni siquiera mencionaran su nombre, so pena de darle cárcel o destierro a quien se atreviera a hacerlo, mientras París y España reclamaban su valía, esta última hasta para cederle la gobernación de Navarra y Alicante.
Nadie, ninguno en el país de las nulidades engreídas, que dijera Romero García, fue capaz de concluir una obra literaria y una vida civil de guerrero verbal de semejante desmesura, donde cupo la excelencia y asimismo el deslucimiento; pendular entonces, pero de pronto con intachable gracia y consecución estética, como sus novelas El hombre de hierro, El hombre de oro y su impecable ensayo sobre el conquistador español del siglo XVI o su Judas capitalino, embrollo de muchos géneros donde abjura, insulta y odia.
Ese fue Rufino Blanco Fombona, a quien Ángel Rama no se cansa de encumbrar durante su prosa de justicia valorativa; y no fue el único, como por ejemplo Semprún y más allá, cuando la clase intelectual libre y desterrada preguntaba por él antes que a los no pocos venezolanos de la vanidad escritutaria.
Hoy, Rufino Blanco Fombona conoce, sin que lo sepa su muerte, la eternidad de que fuera expoliado en la Venezuela del insulto, el ludibrio, la prosa soez, de la que fuera peligroso oficiante del libelo y la reyerta verbal en la hoja del hebdomadario y la prensa cotidiana de otras fronteras, en tanto se perpetuaba en el poder el gendarme necesario de La Mulera.
Su nombre luce en el sócalo del Panteón Nacional, a la sombra de su dios, en el hemos sembrado a los héroes de la espada, el pensamiento y el imaginario nacional.
Luis Alberto Crespo