Stefania Mosca: últimas noticias del había una vez

Una muchacha con los ojos de oro atraviesa los pasillos de la Escuela de Letras. Su apellido es remedo del inquieto insecto. Su padre ha sufrido de Etiopía, la antigua colonia de la tierra del Dante y su madre anda con Italia por Chacao. La estudiante que digo ha sido mirada largamente por el sol de Macuto: por eso su apariencia es la de la hoja del cedro. No sé si ya presiente que su muy cercano amor le secará los labios y le dejará su abrazo en el aire. Sí, pronto la viudez habrá de anonadarla y como quiera que Baudelaire pregonaba que el arte y la escritura requerían del dolor y el desamparo para visitarnos y adentrarse en nosotros, Stefania Mosca no tardaría mucho en sentir esa herida iniciática que es llaga viva en los inventores de ensueño y su insomnio.

Tal vez permaneciera confundida entre los neófitos de la Escuela, fungiendo y fingiendo de tragalibros, acaso con algún boceto de mentiras narrativas en su regazo. No lo sabremos, ni ahora ni nunca más que no sea lo que cuenta el manual de su biografía entonces hemos de esperar que cierta mañana mi amiga se atreva a dejar entre los manuscritos que agobiaban la sala de redacción de un suplemento literario la letanía de una meditación airada, a la que llamara La memoria y el olvido.

Sin esperar juicio alguno, se marchó como vino, con su semblante como una creación de Bottichelli y asimismo su falda donde floreaba un jardín de la Toscana.

¿Cuál sería su arrebato cuando vio publicada la nota de marras? Nunca lo supe, menos ahora que su alma donde vivía -dijera Simone de Beauvoir- es un recuerdo bajo la grama del cementerio del Este; y después de haber concluido una obra literaria imaginaria y reflexiva deleitable y vehemente.

El cuento, la confidencia de la ficción, la entretuvo no pocas veces, asimismo la crónica, el ensayo, sus escritos de La memoria y el olvido, su reflexión sobre J. L. Borges: utopía y realidad, a la espera de sus novelas, la más conspicua de ellas: El circo de Ferdinand, tan vecina de Banales y Mediáticos.

Tiempo atrás, había cedido a Monte Ávila Editores su primera novela: La última Cena, en la que iniciaba su enfrentamiento con el “había una vez”, con la obediencia a la continuidad de la narración, su fila india, su consecuencia. Allí, en esa novela primigenia,  el novelista, uno y otro personaje, la narración misma, mueven, halan mejor los hilos del o los asuntos.

¿Es una cena? Sí, pero interrumpida o trastrocada por los motivos sucedáneos que la retardan, los comensales la desatienden, satisfacen otros apetitos, movidos por lo banal cotidiano, el adorno, el afeite, el deseo huero, irrealizado o realizado a ratos, mientras ocurre el afuera, la ciudad y su historia de patria boba, vana, mientras asuela la dictadura de Pérez Jiménez, más sensible al miriñaque y al sarao que a la dignidad lastimada por un régimen heridor y verdugo. La crónica social, la crítica política, el juicio sarcástico, concitan con el resto de la narración una fragmentariedad casi obsesiva que echa por el suelo el continumm  del asunto, el aparente núcleo de la novela.

El tiempo es el de los años cincuenta y sesenta y su final la ciudad convulsa del terremoto urbano y su prolongación apocalíptica en las consciencias de los personajes, acaba de ocurrir el desastre sísmico:

“No dije adiós. Las personas aterradas en las calles me vieron caminar entre ellas como un milagro. Regresaba sin sentido al edificio Lucerna, cruzaba por primera vez, y sin permiso (a estas alturas qué importa), el barrio de Bello Campo… y luego está Chacao. A paso lento, entre la gente que corría desnuda, la gente en toallas, de rodillas, rezando, implorando la piedad divina. Vi pausadamente los ojos azules de Lucio. Sonrió. No todo estaba perdido, él estaba allí, fuerte, hace más de media hora que entendió que todos los demás estábamos muertos”.

Stefania Mosca (Epifanía es el eco de su nombre) había comenzado así a ofrecer sus dones narrativos en la modernidad de nuestra novelística, pero sola, sin parecerse a nadie, ni a la ausencia que es la huesa en que nos sume el olvido literario entre nosotros.

Luis Alberto Crespo

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