Alguna vez el inefable escritor argentino adujo que nadie agotaba la lectura de las y una mil veces con que aquella muchacha de Bagdad retardó el momento de morir contando una historia infatigable porque cada traducción del libro comenzaba y concluía de una y mil y otra nueva manera de ser contada, siempre la misma y siempre otra.
Y así como Galland cometiera en francés una de sus versiones más memorables, de parejo modo, cualquier traductor agotaría distinto achaque al versionar aquella copia trazada en lejano árabe medieval por Abu Abd Allh Muhamad el Gahshigar, quien, de igual guisa, copiara el asunto de su confidencia después de oírsela decir a sus mil y un autores eternamente inencontrables, los cuales la referían de eternamente distinto embrujo como su comienzo y su fin infinito.
Borges, quien fuera y es Borges y fue y será una escritura, un invencionero de nuestro idioma literario y otra vez Borges y también Jorge Luis Borges, argentino y de cualquier otro origen cedido por él mismo en las mil y una copia con las que escribiera su obra en los babélicos idiomas de la tierra que lo versionan, confesaría que era a otro Borges a quien le ocurrían las cosas. Oigámoslo o leámoslo si no:
Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los majas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica.
Si así fuera, entonces, ¿a quién nombra y a quién lee la tierra entera, sea en su español nativo, en su obsesivo acento anglosajón o en demótico o en voz y caracteres de la dinastía tang? Cuál de los tantos otros Borges concluyó, por ejemplo, las milongas y vidalitas de Fervor de Buenos Aires, la Historia universal de la infamia, Ficciones, Evaristo Carriero, El Aleph, El jardín de los senderos que se bifurcan o sus incursiones y tergiversaciones de cierta lectura cierta o fingida, acaso el traductor de Las Palmeras Salvajes y de Orlando, a lo mejor el compaginador con María E. Vazquez de Las literaturas germánicas medievales, La biblioteca de Babel que ordenara con Franco María Ricci en la que aglomeró todas las lecturas fantásticas de las que fuera asiduo curioso e inventor de prolijas puñaladas de simetría atroz; y otro Borges más aún, el que se confundió con la sombra de Bioy Casares mientras éste hacía lo mismo o el que parafraseó El Sur y vio un tigre en su biblioteca, poeta ceñido por la rima del soneto shakesperiano en una Página para recordar al Coronel Suárez vencedor de Junín donde acalló la acción en el combate del Libertador Simón Bolívar en evasivo gerundio
en esa batalla y la gente muriendo entre los pantanos,
y Bolívar pronunciando palabras sin duda históricas(sic).
Con frecuencia desdeñamos a ese ciego que mira y no mira la dignidad humana, el del bastón con un águila en la cumbre y el traje gris, el coronado por Cambridge, el cansado de gloria, el irónico terrible e insoportable lúcido, también el abominable que loara a Pinochet y le cediera su nuca para dejarse condecorar por un mílite sangriento. A ése y otros Borges de fabla impura, espuria, a sus injurias y apostasías hoy lo olvidamos para privilegiar “al hacedor” de una lengua universal que lleva inscrita su nombre y cuya eternidad fue prohibida por los académicos del Nobel y cuya negada perennidad lo acrecienta en demasía la tierra toda que lo lee y como Sheherezada retarda el final de su lectura para retomarla una y mil veces.
Luis Alberto Crespo