Aún no había temblado la tierra. San Jacinto era una de las esquinas por donde pasaban los vientos ponentinos y tormentosos de que hablaba en su arcaica prosa el señor Pimentel, uno de los fundadores de la breve ciudad acomodada en el seno del valle undoso de los antiguos Caracas. El recodo de esa esquina soportó el golpe seco del casquillo, la queja de la rueda y la voz de algún vendedor de las delicias de los sembradíos.
La iglesia, a su vera, se pretendía inconmovible a toda lastimadura que no fueran los estigmas de Jesús resucitado por la talla de algún imaginero de Sevilla. Sí, aún no sucedía el fatídico 1812. Caracas y sus 45 mil almas era una ciudad chata, lenta y en voz baja, asegura don Arístides Rojas y a la que, sin embargo, Rufino Blanco Fombona concede una bullosa parla eufórica de taberna, el ocio realengo, el jolgorio sorpresivo, alguna guitarra y su fandango. El habitante, el bajo pueblo, es oscuro, abundaba, casi indio y con frecuencia moreno, al que el mantuano de perifollo, miriñaque y corbata lavalière llama pardo.
Dos viajeros de desmesurada cultura como el Conde de Ségur y el Barón de Humboldt, recuerdan a una ciudad de patricios de acicalada cultura, las maneras europeas, que habla un francés sin acento, melómanos refinados con Haydn tranquilo y Mozart sonriente, el pantalón de seda cruda, la espada al cinto y el faldón del presbítero. Gente de esa cotonía pisa el empedrado con pereza (todo apuro es plebeyo, advierte el canon de la clase oligarca) y endereza hacia una mansión levantada a media calle, el escudo de armas encaramado y visible para difundir la hidalguía de sus dueños y el portal de buena piedra. Es la residencia del coronel de las milicias de Aragua el muy adinerado Don Juan Vicente Bolívar y Ponce, y de doña Concepción Palacios y Blanco. Su pariente, Rufino Blanco Fombona, asegura que el Coronel lucía una mirada azul, la postura espigada y que era delgado y narigudo. Su esposa mira con ojos negrísimos, muestra una tez de pétalo pálido y “resplandece entre los encajes sobre un lecho alto, severo”. Ha parido no ha mucho a su cuarto hijo. Los invitados se inclinan a conocerlo pero han de apartarse para permitir el acercamiento de Don José Félix de Xérez y Aristiguieta, presbítero, que lo puede todo, protector de todas las almas, que así lo quiere Roma y La Casa Real. El prelado es doctor en Teología y ostenta rancio linaje: tataranieto, chozno de conquistadores.
El pretencioso obispo de Caracas y primera sotana de la curia caraqueña ha venido a bautizar al recién nacido. Se llamará Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios.
De seguidas, la Historia abundará con más o menos fantasía de lo que siguiera luego que se cumpliera la ceremonia en el caserón de los Bolívar. Como don Arístides era ducho en suposiciones no tardará en cumplir con sus dones de cronista con ánimo de abundar en detalles conocidos y por imaginar. El silencio intervendrá en zanjar las ignorancias biográficas del trajín callejero del hijo de los Bolívar Palacios, vástago de coroneles y capitanes, agobiado por una ascendencia cuyo árbol genealógico hunde sus raíces en Vizcaya. Pero ¿qué fue de sus compañeros en el alboroto infantil?, ¿cómo se llamaba su amigo predilecto?, ¿qué plaza o parque frecuentaba?, ¿cuáles eran sus juegos?, ¿eligió alguno que liberara su fantasía?, ¿no había chiquillas cerca?, ¿hasta dónde llegaban sus incontrolables travesuras de infante díscolo? “Niño nulo”, lo motejaba el licenciado Don Miguel José Sanz, uno de sus primeros vigías, encargado de enderezar sus asiduas turbulencias. Sólo se supo de su fastidio, su soledad, cierta tristeza de temprano huérfano de padre y madre. Acaso los verdores públicos de la ciudad, en esos primeros años de su infancia, no llegaban sino hasta el abra de la Plaza Mayor y la Cuadra Bolívar, a la vera del Guaire, cuando caballero en un burro, cabalgaba al lado del grave y fastidioso Licenciado Sanz.
Más elocuente se muestra la Historia cuando aparezca en la vida del muchacho incontrolable -al que solían llamar Simoncito- el joven profesor Simón Rodríguez, quien habría de encargarse ahora de ponerle la brida al desenfrenado mocoso. No quiere estudiar matemáticas, teología, geografía. Le aburre la sabiduría de su casi coetáneo Andrés Bello.
El nuevo instructor desdeña el uso del ronzal y la espuela de la enseñanza de esos días y convida a su nuevo alumno a adentrarse juntos en la floresta vecina, en la gran montaña. ¿Qué quieres hacer?, sería la primera tarea que le propone desobedeciendo así el cumplimiento de las tablas de Moisés de la pedagogía colonial y dejando que el muchacho hiciera de potrillo mostrenco. Jamás podía avizorar el rousseauniano Samuel Robinson que de esa guisa comenzaba ya a forjar el carácter y el instinto justiciero del futuro Libertador de cinco naciones y fundador del nuevo humanismo latinoamericano.
Poco le importó cumplir con las lecciones de gramática y ortografía; que escribiera por ejemplo hijo sin hache y servidor con b. “Ya aprenderá”, diría tal vez, adelantándose al gran escritor que más tarde llegaría a ser cuando suscribiera proclamas, discursos, epistolarios y la poesía de Mi delirio sobre El Chimborazo
Los románticos del siglo XIX privilegiaban el desasosiego, el desamparo, el dolor interior, como principio del despertar de muestro oculto destino, el areté de los griegos. Baudelaire, más rotundo, aseguraba que era la lastimadura, la vida herida, las situaciones insoportables, las que abrían el camino -aún sin hollar- del ser en la búsqueda de su realización.
Si aplicáramos estos preceptos del romanticismo, acaso el destino del joven Simón Bolívar, heredero de tierras pingües y de minas, vástago de una de las familias más ricas de Venezuela, subteniente de espada siempre envainada, sin uso, culto autodidacta, egresado de la mansión-escuela madrileña del Marqués de Uztáriz; acaso, repetimos, de no haber sufrido la horrenda herida que le ocasionara la muerte prematura de su amada María Teresa Rodríguez del Toro y Alaiza (inquiere Blanco Fombona en su libro Mocedades de Bolívar), el destino del joven Simón Bolívar nunca hubiera despertado al ser profundo que lo moviera a ofrecer su vida y su sueño de Libertador del Mediodía de América (como lo nombrara su maestro primordial) para presidir la lucha anticolonialista de Venezuela y de los pueblos sometidos por la corona española.
Desde aquella tarde del 24 de julio de 1783 de su nacimiento, aquel muchacho díscolo de la esquina de San Jacinto, emprendió cierto día, donde lo esperaba el destino, la lucha por la libertad de los pueblos de este Continente e hizo de ellos su patria, los de Venezuela y los de la América de su sueño antiimperialista.
Hoy, hace ya tiempo que bajó de las estatuas y anda adelante entre nosotros.
Luis Alberto Crespo