Detengan a González Prada

“Lo cotidiano hace al burgués”, dijera Henri Michaux. Burgués y más que de esa privacía de casta fue Manuel González Prada, agobiado por el peso de un árbol genealógico español harto frondoso. Uno de sus ancestros ostentó la codiciada dignidad de la orden de Caballero de Santiago, por favor, y además, el de Comendador de Lares,  a más de encargado, por voluntad de Carlos V, de la custodia de Francisco I , rey. Otro ancestro tuvo, Secretario de Juan de Austria y paje de los reyes Felipe II y III. Pero el peruano que decimos fue peruano del Perú, mas no como Vallejo, con su burro y su tristeza, sino con demasía en el abolengo y desmesurada morada. Su padre era Francisco González de Prada y Marrón y Lombera, de Arequipa, y su madre, igual de oligarca, se llamó doña Josefa Álvarez de Ulloa.

Un privilegio de esa tan alta hidalguía garantizaría al hijo una educación esmerada, el aprendizaje del inglés, del francés y el alemán. Pronto comenzaría a ser Manuel González Prada, en nada parecido a los heráldicos de escudo nobiliario del Virreinato porque se mostró pronto iracundo y acusador de la clase conservadora limeña con su prosa heridora, tallada en la muy castiza herencia literaria del Siglo de Oro, quevediana, irreverente y anticlerical, afanosa en desacreditar a la iglesia, a las congregaciones religiosas y sobremanera a los jesuitas de la Compañía de Jesús, de la que fuera fervoroso enemigo.

Maestro fue de la escritura y la palabra bien sazonadas de ludibrio con la que acusaba al Perú de cometer asesinatos y robos, la depravación, la sinvergüenzura.

Los conservadores y fanáticos de la curia y las  canonjías del Despacho presidencial hablaban con lengua venenosa de don Manuel desde que éste, terminada la guerra con Chile, subiera a las alturas del prestigio y corroyera la sociedad clasista de su país lastimándola con adjetivos destructores de agudo hierro verboso. Cuando se daba a poetizar el soneto más perfecto entonces vacaba en su decir lastimador y mientras duraba su ocio fecundo  pulsaba la rima como Garcilaso. Esta vez su talante envalentonado devenía manso, lírico mismo, mas sin mucha tardanza enderezaba sus escritos y sus palabras de hoja filosa contra la clase social encaramada y sus iglesias.

Fue escritor y orador, ciertamente, pero también químico e inventor del legendario almidón de yuca. Cultísimo era, una biblioteca entera de conocimientos de mucha largueza, erudito en todo lo que tocara su saber que pasmaba a sus amigos y enemigos. Una vez gritó en los espacios públicos “¡muera la vejez y viva la juventud!”, sin cuidarse de ser incluido él mismo por su fisonomía de arrugado otoño.

Amó a no pocos dioses literarios pero más a Víctor Hugo y a Renan. Su discurso en Politeana, una institución de mezquina aceptación y rancios principios,  hubo de ser silenciado largamente por el efecto corrosivo de su asunto.

Vio morir muy temprano a sus hijos y supo del suicidio de uno de ellos. Casó y volvió a cometerlo y escribió y habló sin cansarse incontables veces.

Su obra, reunida en Páginas libres y en Horas de lucha apenas caben en un volumen. De ella recibió la loa de Rufino Blanco Fombona, entusiasmado porque su autor había “concebido anticipos de la realidad futura y porque quiso que ese porvenir fuera de mejora humana y porque luchó por ese futuro perfeccionamiento”.

Murió en 1918, cuando la guerra extenuada recogía sus muertos de Verdun. El pasado y el presente peruanos buscan aún inútilmente silenciarlo para detener  “una prosa de electricidad -dice Luis Alberto Sánchez en el prefacio de los clásicos de la Biblioteca Ayacucho– que brota relámpagos”.

Luis Alberto Crespo

 

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