González Prada, como decir, el Perú de las letras, celebró el libro de poesía de un bisoño poeta, criado en una hacienda, entre perdices y caballos. Mientras viviera demoraría largamente en la observación de la hoja, el trino, la ola y el torrente y un poco más tarde de la muchacha frágil y sedosa que desvelaría su escritura obediente al simbolismo, al que abrevara desde temprano después de frecuentar a Baudelaire y mientras sometía sus versos a la música de la rima y las entonaciones de Darío, a quien acusara de haberlo privado de la gloria, gozándola, sin embargo, como la gozara, con su nombramiento en las antologías donde tuvo por vecinos a Borges, a Huidobro y a los líridas de entonces en España, elegidos por don Federico de Onís para difundir lo mejor de la poesía escrita en castellano. Entretanto, The Times Literary Supplement decía su nombre y en París Marcel Brion lo elogiaba en Les Nouvelles. En Lima, lo esperaba José Carlos Mariátegui para reservarle las páginas de la revista Amauta, el olimpo del encumbramiento literario nacional y esquivo selector de los nuevos nombres del verso, la prosa y la meditación.
Simbólicas se tituló aquella su primera vez como poeta, al que siguieron La canción de las figuras, Sombra, Visiones de enero y un cotejo de crónicas y notas, algunas visibles en ediciones como Motivos. Con todo, la poesía apenas si le cedió siquiera el mendrugo y la ropa, no así la prosa, como la que se rindiera a la belleza, la de las muchachas de Botticelli y de Rafael, cuya sensualidad y miradas de miel salvaje avivaron su finísimo y bien atemperado erotismo.
En su pasado sostuvo que lo bello era indefinible y más si adornaba el verso y la música, la de La fille aux cheveux de lin, a la que añorara en francés, porque memorizándolo le parecía oír a Debussy y rendirse ante Verlaine, Mallarmé y la prosa de Flaubert o los Goncourt .
Leyó poesía en inglés y en italiano, fue académico y un día recibió la visita de Gabriela Mistral. Ansioso, no se satisfizo con pulsar la belleza en la rima y en la prosa atesorándolas indistintamente. Algún día inventó una cámara fotográfica de cartón y madera, como si necesitara ver el mundo de su poesía en un retrato, al otro lado del espejo que inventara el colodión.
En ella abunda el paisaje, el de la hacienda Chuquitanta de sus días de inocencia y de colector de frondas, vuelos, cantos, flores y palos viejos. Leyéndola sabemos que aves de humo/van a la penumbra/del bosque y que Hay una alma que vuela en la noche, se enciende y se apaga, buscando una estrella de oscura mirada.
Una vez, Vallejo, periodista de la revista Semana, fue a entrevistarlo. Quiso trazar sus facciones y anotó: Se me antoja un príncipe oriental que viaja en pos de sacras bayaderas imposibles. Ermita, aislado de las letras si no, le advirtió al poeta de Los heraldos negros y Trilce que ambos tenían que luchar mucho. Nunca podía vislumbrar entonces Vallejo cuánto hubo de padecer para que lo eternizara la gloria y cuánta lluvia de jueves necesitó para morirse en su soneto imprescindible y resucitar cada día.
De él, de José María Eguren, observa Ricardo Santisteban en la trastienda de la colección clásica de la Biblioteca Ayacucho donde se reúne obra más selecta, que fue “un obstinado solitario”, al tiempo que le reserva lo sustancial de su valoración en el prólogo que le consagra. Allí copia lo más fúlgido de su escritura y cita la ilusión que siempre lo persiguió: Soñemos en el país de la maravilla, en la región de las quimeras, en el campo bruno, azul de la naturaleza silvosa.
Amó a Poe, a sus reflexiones sobre la teoría poética y dejó de respirar en una casa de Lima de la Avenida La Colmena, en 1942, un 19 de abril. Cierto día dijo: la música es el arte que yo prefiero.
Acerquémonos a su poesía y escuchemos su vastedad.
Luis Alberto Crespo