Ya sabemos que todo comenzó en 1927. Que ocurrió durante los días santos. En Apure y que Gómez asolaba.
Rómulo Gallegos, el novelista Rómulo Gallegos -que por entonces había concluido algunos cuentos y la narrativa de Reinaldo Solar y La Trepadora- atravesó Venezuela con uno de los Barbarito, gente de la pluma de chusmita, en busca de una anécdota que fuera asunto de una coronela y se encontró con el horizonte y un bongo que remontaba el Arauca, un río de caimanes, de aguas terrosas y los seres, el paisaje y los pormenores de una obra maestra.
Todo lo que refiere luego la fama acerca de esa travesía (que apenas tardó cuatro o cinco días) es harto trajín de la averiguación biográfica y analítica, pero menos –o en todo caso anotado con premura– la noticia que un misterioso señor Rodríguez (Gallegos lo recordaría someramente “de blanco puramente vestido” y “de quien no me olvidaré nunca”) le avisara al escritor acerca de cierta mujer hombruna, empantalonada, bien de a caballo, pistola al cinto, dueña de vidas y sabanas, quien acaso se ajustaba a las señas de aquella mujer militar cuyas facciones y conducta despertara el antojo del escritor y fuera a buscarlos en esas soledades de polvo y estero.
¿Por qué el muy oculto señor Rodríguez no se esmeró en conducir al autor de Doña Bárbara ante la presencia de Francisca, de Pancha Vásquez, cuya fisonomía y arrebatos machistas calzaban con justeza a la por entonces esbozada mílite de aquel borrador narrativo(o siquiera ilusión), causa y excusa del viaje apureño que decimos?
¿Bastó acaso a Gallegos la simple mención de su comportamiento hombruno y su desafuero de bruja, mandamás y terrófaga, para desatar el envidiable don imaginativo de nuestro permanente primer novelista?
Nadie se lo preguntó, cuando allá, de Mantecal pa´dentro, después de La Estacada, un lampo de galleros y gente torva, el padre de José Natalio Estrada, un coronel crespero, sabaneaba con doña Pancha Vásquez por las vastedades de La ceiba, una de sus propiedades. “Es una mujer cuatriboliá”, dijo de ella en cierta ocasión el coronel Estrada. Que solía enfundar su apariencia con calzones bombachos, también dijo, y que delataba una maña esotérica de adivina y de dañera; que era muy rica y muy hambrienta de ambición terrófaga.
Cuando muriera, el hijo del militar apureño aún adolecía, pero su memoria de doce años fue capaz de describirnos, mucho tiempo después, a Pancha Vásquez cuando abriera uno de sus baúles donde atesoraba su inagotable caudal. “Lucía una medalla en el pecho que mordía cada vez que castigaba con augurios de mal agüero a sus enemigos”, recordaba, ya agotado de vida, don José Natalio Estrada, heredero de esos horizontes paternos.
Esa vez nos condujo hasta la tumba donde yacía Doña Bárbara, como decidiera llamar así a su huesa, acaso para reivindicar su desmedro como personaje gallegueano.
Aún sigue allí, en el pequeño camposanto del hato estradeño de La Trinidad de Arauca, mientras la novela transfigura los apurados rasgos de Doña Bárbara que trazara “el señor Rodríguez”, más allá de la escritura de la mítica narración, “más lejos que más nunca”.
Ocurriría luego lo que han determinado la leyenda y su anécdota, la valoración literaria y el nombramiento de su eternidad, los cuales hacen de la novela y la escritura de su autor una suerte de civilización del género y de su símbolo en el decurso de la novelística de esta y otras lenguas humanas.
A estas horas en que se erige como una estatuaria de las letras, la obra gallegueana (en el centro mismo del Cajón de la Arauca, el escenario del libro, permanece en bronce Marisela, la metáfora de bronce de la Venezuela redimida por Santos Luzardo) su lectura conoce una desmesura valorativa que no soporta ya ni la academia ni la inagotable valoración crítica.
Un extraño silencio sustrajo por largo tiempo de su revelación pública y universal el material de confidencias que Antonio José Torrealba, becerrero y caporal de Altamira, la casa madre y domicilio de la acción narrativa de Doña Bárbara) cediera a Gallegos en burdos cuadernos, y no menos atropellada escritura, la minucia que éste requería para nutrir la anécdota de una llanura y de la vida de sus seres de soga y barajuste. Esos papeles, que a lo sumo caben en seis tomos serían exhumados bajo el título de Diario de un llanero, gracias a la tenaz diligencia del escritor, académico y lingüista Edgar Colmenares del Valle.
Gallegos evocará la valía de esa minuciosa, elocuente información, y tanto que Antonio José Torrealba transita, de cuerpo entero, con María Nieves, el cabrestero del Apure y como regalo por tan tamaña ayuda informativa en las páginas de Doña Bárbara.
Hace tiempo que la maestría novelística de Rómulo Gallegos nutre la memoria de sus personajes, la de la dañera, la devoradora de tierra y vida y la de los seres que perfeccionan su perfil, bello y terrible a la vez, como la llanura de su sombrío reino. Tal vez menor presencia observa en su perennidad la intemperie que aviva su anécdota, la de Doña Bárbara y la de Cantaclaro, prolongación de sus horizontes en la copla y en la errancia de su jinete en el octosílabo y en la aventura.
En verdad, es el paisaje (lo suscriben Juan Liscano y Orlando Araujo, dos de sus conspicuos lectores) el personaje omnímodo, no sólo de esta narrativa de la llanura, la de la “tierra de horizontes abiertos, donde una raza buena, ama sufre y espera”, también de la obra toda de Rómulo Gallegos, como que hasta los bancos de sabana, sus esteros, la salmodia de la soisola, la mata, esa isla verde en medio desierto del polvo y la soledad, terminan siendo personajes humanizados y paisaje, el comportamiento y la interioridad de sus seres.
La mera mención de una de sus inmensidades, como aquel Lagunazo del Congrio Solo, Apure adentro, basta para personificar al violento, solitario y noble personaje gallegueano, desde El miedo hasta los potreros de Altamira, desde el río Arauca y los espejismos del más allá, hasta el desierto esmeralda y carnívoro de la selva de Canaima y el largo e inagotable sortilegio de su lectura.
Luis Alberto Crespo