Gonzalo Rojas y la invención del deseo

Llovía sobre Lebu, el río-pueblo de allá adentro, en Chile.

El muchacho corrió a recibir al padre, empleado del carbón y del grisú. Lo recibió con un sorbo de vino y sintió en la mejilla las espinas de la barba del ”minero  inmortal” que fuera y es para siempre Juan Antonio Rojas, a caballo, atravesando un río, “embarrado, enrabiado contra la desventura”. Carbón, llamó lo que dijo el otrora joven poeta que en 1938 andaba de juerga surrealista con los de Mandragora.

Sería Juan Sánchez Peláez, el venezolano nominado al grupo de revoltosos del sueño, sin atajos de razón y premeditaciones durante su domicilio en Valparaíso, quien leyera esa página que conmoviera a los contertulios en el jardín de la casa Ramirtenar, mientras la quebrada de  Altamira arriba pasaba con sigilo. El rastro de Neruda telúrico, social, hollaba los adverbios y el olor a hombre en ese poema. Pero sería mucho más después cuando su obra (en ese entonces escasa de dos libros, La miseria del hombre y Contra la muerte) fuera perseguida por los incipientes liridas ganosos de obedecer a la vanidad creativa, dieron a registrar, sin ventura, en las librerías caraqueñas en procura de la lectura de aquel nombre breve y común como el romero o como el benjuí.

El propio Gonzalo Rojas ignoraba que su nombre andaba con el recuerdo de aquella lectura nocturna en los labios de su aliado durante la revuelta bretoniana. Muy pronto iba a sernos familiar su pequeña estatura, el casimir de su gorra y sus dones de docto en el cubículo del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, el Celarg.

Entonces no supimos si fue el azar y la necesidad los que nos habituaran a su presencia profesoral, de la que el propio poeta se librara cuando cediera al sello de Monte Ávila su antología Oscuro, donde diera cuenta de una minuciosa selección de sus solitarios libros conocidos y los  confundiera entre sí, pero sofísticamente, en juego dialéctico de fechas y soterrados manuscritos los cuales, en adelante y en adelante resultarían indetenibles de verbosidad e inventiva temática su largo nombramiento y fuera celebrada en cualquier ámbito de las letras latinoamericanas y  aún más lejos, ese lenguaje suyo, irrepetible y objeto de incansable recurrencia: la sensualidad, el deseo y la de gustación amorosa y carnal,  vivido e imaginado en enjundioso castellano de Quevedo y de entresueño y lectura, a mitad de lo humano y lo mítico, vale decir, entre confesiones de viandante, aula de clase y oficina diplomática, con Ovidio y Horacio, con Leopardi y Ungaretti, con Verlaine ambigüo y  Rimbaud precipitado; y tantas menciones de lo antiguo y lo moderno, con Pound y los tanka, dejando escapar la gracia de cierta ironía, llamando a los cómplices de su yo, poetas de su patria y el sacrificio, como Galo Gómez, “ exprisionero, chilote puro”, y muy Chile de Huidobro y Gabriela Mistral y más de Berlín de Goethe y Holderlin o Pekín de mandarín y de Confucio.

Del lecho del fornicio y del luto o la égloga de su nostalgia el poeta Gonzalo Rojas se alejó consigo mismo, con él y con el otro, innúmero, el prójimo, a todo lo extenso de una poesía enfática, elocuente, discursiva, casi  nunca breve, coronada con vario merecimiento, tales  el Premio Nacional de Literatura y el universal del Cervantes.

Chileno y por tanto errante, hizo de su paso por Caracas su amor por la poesía de Vicente Gerbasi, la inteligencia de Juan Liscano y de nuevo la hermandad de Sánchez Peláez. En una de las calles caraqueñas vio morir una mariposa. Cómo olvidar la vez que leyera, no sé dónde, si en su casa con Hilda, su amada y amante, si al lado del buen vino de su tierra, el Requiem de la mariposa, que comienza y no termina nunca en nuestra memoria: Sucio fue el día de la mariposa muerta.

 No lo distrajo su verbosidad, tantas veces donjuanesca, ni el goce innúmero del animal precioso de la hembra, para saltar del seno y el bouquet del pubis al hombre de sangre y dolor de sus héroes, los de nombre y apellido como el Che Guevara (Así que aquí termina /la quebrada del Yuro, así que la Quebrada del mundo, y va a estallar. Así que va a estallar la grande, y me balearon en octubre(…) Así que daban cinco mil dólares por esto, o eran cincuenta mil, sangre mía, por esto que fuimos y que somos…) o como todos y cada quien en el oprobio cuando dijo: Entonces nos colgaron de los pies, nos sacaron/ la sangre por los ojos, /con un cuchillo/nos fueron marcando en el lomo, yo soy el número/ 25.033,/nos pidieron/ dulcemente,/casi al oído,/que gritáramos/viva no sé quién./ Lo demás/ son estas piedras que nos tapan, el viento.

En ese ayer ominoso  del poema aún no nos habían matado a Allende.

Por eso, y por mucho más, la poesía de Gonzalo Rojas vive en la Biblioteca Ayacucho entre sus clásicos inmortales.

Sí poeta, usted lo ha dicho y lo repite desde lo más largo de su obra; y la eternidad nos lo susurra en el corazón:

Voy corriendo en el viento de mi niñez en ese Lebu tormentoso, y oigo, tan claro, la palabra “relámpago”.–”Relámpago, relámpago–”Y voy volando con ella, y hasta me enciendo en ella todavía.

Luis Alberto Crespo

 

 

 

 

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