Ya Bello se preguntaba, en el siglo donde naciera el capitalismo, si “donde alaba la flor punza la espina”, acaso referencia a la asoladora malandanza disfrazada de bondades de la colonización europea en nuestra región.
Habíamos aceptado, tiempo atrás, que una guerra podía ser calificada de santa, a fin de justificar la ocupación de Jerusalén por los llamados cruzados de Cristo, a la cual cierta historia protegía con eufemismos de cualquier jaez, para justificar las mal ocultas intenciones, nada cristianas, de los imperios de entonces; mientras, más tarde, esos mismos imperios abjurarían y soñarían con agotar la muy humana de Bolívar, terrible como toda guerra, pero dignificada por su determinación anticolonialista, pero urgente, por abrazada a una anciana quimera: la voluntad de ser de nosotros mismos.
Luego, desde Auschwitz a Monroe, la poesía terminó siendo, y más que nunca, la mala conciencia de su tiempo (Perse dixit), porque aprendió a decir no y a afrontar con su acción y su verbo las herejías y las desolaciones que se cometen (por decir lo menos) en nombre de la civilización.
No otra es la entrañada subjetiva lectura que transitamos en la poesía de Gustavo Pereira cada vez que afirma sobre el mundo la casa común de su obra poética y diversa (construida juntos, con él y con nuestros brazos y nuestra emoción) en la que afianzamos la inteligencia con los fuegos sagrados de la ternura. Hay en ella la invitación, más que exigencia, a devolverle al hombre los perdidos valores con que entendíamos una tierra inocente de paloma blanca, fuente pura, aire pródigo, intemperie plácida y humano abrazo.
Página a página, tal poética renueva ese propósito de entusiasmarnos en hacer posible, en un tiempo pasto del odio y del rencor salvajes, la justificación del beso, la caricia, la mano abierta y la acusación justiciera, no sólo como gesto y sentimiento de socorro frente a la soledad y el miedo, sino como arma de seda para enfrentar el desconsuelo de sabernos desprovistos, cada vez, de la ilusión de reencontrarnos al fin dignos de reconocernos domiciliados en una tierra que nos acoja sonreída, sin secuaces, nunca más propiedad, baldío de mezquindades, prestada o arrebata. No en vano, toda esta poesía insiste en reencontrarnos y cuantas veces se nos ofrece complacida de alcanzar su ansia con su verbo, contenta de mirarse próxima a la utopía de una vida entendida como festejo de un sueño siempre renovado y compartido: el de la poesía en tanto que voz y ética del humanismo.
Escrita y dicha, anotada y ejercida, la poesía de Gustavo concluye con nosotros una alianza múltiple, entre la gracia y la gravedad, próxima a la amada (de la que es acuciosa, solícita amante) y abrazada a la fraternidad, de varios lenguajes y motivos, resumen de la poesía universal e invento personal del somari y su cambiante asunto, ora gozosa de celebración carnal, ora sonreída de los amigos, añorante, irónica, celebrante, lúdica, terrestre, vale decir nuestra y de la tierra entera, semejante cada vez a sí misma.
La Biblioteca Ayacucho ha reunido lo más definitivo de la Poesía y Prosa de Gustavo Pereira en su siempre prestigiosa colección de clásicos, con un prólogo de José Balza, tan a menudo frecuentado por la reflexión y la admiración a su obra.
Y he aquí este somari, que nuestro poeta amigo dirige a todos los soñadores:
Si no fuera por los soñadores
el mundo
sería una basura
y caverna lóbrega nuestro lecho
Si no fuera por los soñadores
¿qué sentido
tendría
todo esto?
Los búhos serían amos del día
y los garrotes terminarían por escribir las únicas palabras.
Luis Alberto Crespo