Humboldt: De pronto Venezuela

Si no hubiera sido por el ataque del escorbuto a bordo, Humboldt y Bonpland habrían seguido el destino a la Habana que le habían prometido a la autorización real de llegar a América en busca del conocimiento de su hasta entonces desconocida o mal conocida naturaleza, y se vieron obligados a descender en la costa Cumanesa en 1799.

Tampoco hubieran determinado adentrarse como lo hicieron por Venezuela lejos para felicidad de la ciencia de no haber contemplado la lluvia de estrellas bajo los cielos de la primogénita del continente, la frecuentación de sus sismos y sobremanera la visita a la enorme espelunca del Guácharo en el frío Caripe, oloroso a café y cacao.

Las lecturas de los viajes del malhadado científico Loefling, abatido por el paludismo en la floresta del Caroní, animaron la curiosidad de los recién llegados. Las observaciones del sabio Condamine por el rio negro y el no menos oscuro Guainía, acentuaron además el ansia de averiguar la inmensidad húmeda y boscosa del Oriente Venezolano.

Humboldt y Bonpland entonces transitaron largamente la Capitanía General que por entonces era primacía del gobernador Emparan. La historia ya sabe de la hoy legendaria travesía de la pareja ilustre, sobretodo la minuciosa observación de la prosa Humboltiana, bella, poética en suma, donde ciencia y literatura se abrazan, cuando después del viaje al corazón de Guayana y de su tránsito por el vasto mar de agua dulce del Orinoco regalara a la eternidad su viaje a las regiones equinocciales del nuevo continente.

Así, la ruta que siguieron, después de gozar la acogida de los habitantes de la sociedad culta y afrancesada de Caracas, por el norte de piedras de Venezuela, restos de un mar antiguo en los cerros de San Juan de los Morros, y la sorpresa que el señor del pozo en Calabozo, les reservara cuando alumbrara su casa con las descargas eléctricas del pez temblador, Humboldt y su inseparable entomólogo, acostaron sobre la enorme encía del Orinoco anegado.

Por el tributario y leonado río Apure que se le entregaba en la orilla de la Urbana. Es allí, en su transcurso por el padre de ríos de Venezuela donde ha de comenzar la fábula de una vivencia científica, literaria y humanística de la que el mundo conserva y difunde, harta de saberes vegetales y de vida silvestre y fantástica, como aquella de los pueblos indígenas de sus recodos, comedores de barro o las apariciones del saurio vestido sus acorazados lomos de un jardín de epífitas y el asombro de sus encuentros con simios como aquel cacajao melanocephalus mono chucuto o el mono satanás chiropotes satanás satanás y acaso el jaguar mariposa que oliera sus huellas en el suelo hojoso de la manigua.

Pero nada sería más colmado de maravilla y exasperada vivencia que la frecuentación por el infierno del brazo Casiquiare, donde apenas la pronunciación de una vocal o el asomo por la borda de la curiara, agobiada ya con las jaulas de especies animales y la flora, significaba la picadura caníbal de la plaga hasta el encuentro de las aguas color de té del río negro y del Guainía, las correnteras del Temí del caño Pimichín y los médanos del fortín Solano, entre chubascos de fin de mundo e insolaciones dantescas.

A estas horas, Humboldt ha dado cuenta de su descubrimiento de la Venezuela verde y deslumbrante, la biografía científica y estética de la incomparable e inagotable lectura de su obra.

Pueblos desnudos, abundosidad de especies de cuyo asombro Bolívar Libertador escribiera que con su viaje y sus observaciones Humboldt había hecho más que los conquistadores que se adentraron por el infinito del sur con hambre de oro y de piedra preciosa.

No fue siempre holgada la autorización que recibiera de la corona española para retardar sus meses de 1800 por Venezuela: la casa real e Portugal anduvo persiguiendo a este “Tal Humboldt”, acusado de sospechoso para el imperio lusitano.

La culebra dragón la flor con maneras de criatura del jardín fantástico de Jerónimo Bosh, el horror con faz de gorgona de la asesina araña mona prometer el camino hacia la inenarrable, tal la roca del Cucuy y el silencio eterno que sigue al rugido del trueno en la garganta del tigre o el paraíso emplumado del ave tornasol.

De semejante encantamiento es regalo los viajes equinocciales de Humboldt, su revelación para la ciencia de las especies rumorosas o ululantes de su animalancia y su narrativa poética onde se la muestra del follaje y su pistilo, de cuyo estilo y lenguaje glosara el poeta Ramón Palomares sus alegres provincias, anotaciones son de un poema Humboldtiano sorprendido en el multiplico de observaciones científicas y el encanto frente a lo bello salvaje para contentamiento de una lectura que no soporta el mero hallazgo de la enormidad viviente de la tierra genésica de una escritura donde Venezuela cede a la estética literaria una obra en la que se da con ventaja el encanto de un mundo que reclama su delicada y amenazado ensueño.

Luis Alberto Crespo

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