Facundo: La tierra es buena para soñar o cabalgarla

No lo dijo Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888); lo sostuvo Octavio Paz. Tampoco lo copió de Alfonso Reyes cuando este observaba la lejanía mexicana y advirtió que viéndola daban ganas de pelear; pero pudo haberlo hecho suyo el autor de esta obra admirable donde todo sucede en el lomo interminable de las pampas argentinas, cuando la vastísima República se tendía sobre la vida pastoril, el hombre espoleaba el caballo y entre San Luis y San Juan perdía su forma el desierto y Buenos Aires reducía a sangre y polvo el indígena en la ribera occidental de Plata.

Un tigre, un tigre cebado andaba cerca bajo los relámpagos mientras Sarmiento anotaba, antes de comenzar o terminar su libro, su obra maestra; educador, antropólogo, sociólogo y también historiador, yéndose la sombra terrible de Facundo, el gaucho maluco rumbeando con su historia de jinete hacia lo que ha de ser la capital de esa tierramenta que era Buenos Aires y sus provincias.

Y ocurre la guerra y todo es sangre entre la Rioja, Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy. Hasta Borges, después de transitar el novelón -o imaginarlo, que es más bien autorizado arresto borgiano- interviene en su oficio de desocupado lector para endilgarle su nombradía literaria y con la venida de Emerson le evidencia, le augura un advenir que es “esperanza ilógica”.

Ya atravesamos la página 147 y Sarmiento, Domingo Faustino Sarmiento, pregunta por Facundo, por Facundo Quiroga, ese dios envalentonado, calzado en  el talón la espuela, en el puño la revolera y en la verija del costado el puñal ansioso de puyar y devastar carne humana.

Es 1825 en el pormenor de sus pagos, de lo que es dueño absoluto y  la vida, la suya y la de ese entonces bárbara Argentina, es más primitivismo que civilización, como el que embrolla el zafarrancho con Brasil y otras guerras. Existir es más brutalidad que civilidad.

A cada vuelta de capítulo el autor acude a la cita de gente erudita y letrada, ora en francés, ora en castellano, a la manera antigua y moderna, con  Shakespeare poeta y Humboldt naturalista, el libro sobre los Otomanos de Alix y la tierra tendida de Head hasta el ampuloso  romanticismo de  Víctor Hugo.

Entretanto, la narración sufre el agobio de la sociología y el recuento historial ha de esperar  que continúe la biografía del dios bajo el alero del sombrero y  que la vegetación ralee y abunde nombrándose así misma en cualquier pago con minucia de matorral, de bosque y la siempre pampa, la muy sola y amontonada de los cuchilleros puestos a caballo, como tiempo después Bioy Casares los fotografiara bigotudos, con la mancha verde del mate en la hebra, que le tapa la boca amarga del insulto y la dulzura de la vidalita.

El afuera, el infinito afuera, es violento; es Facundo todo y su sombra, su terrible sombra, pero se escucha y se respira lo que pisa el casco y se queda en el ojo y en la memoria el recuerdo: “el anchuroso ramaje con el caoba y el ébano; el cedro deja crecer a su lado, el clásico laurel, que a su vez resguarda el follaje, el mirto consagrado de  Venus, dejando todavía espacio para que se alcen sus varas, el nardo balsámico y la azucena de los campos”.

Entre tanto sosiego y preciosidad de prosa, se oculta el dolor de la venganza y el odio en la vastedad pampera y el poblado provinciano. La tierra -salvaje entonces- es la del siglo XIX y huele a llaga podrida, se escucha gemir el cuchillazo en el entrevero, y el ave, y el relincho comparten soledad con la vocinglería de los airados.

Todo va en tropel, todo es historia universal de la infamia borgiana, el coraje, la puya del puñal, el peligro, la tumba sobre le menudo yuyo y la alfalfa.

Las notas, las casi abusivas notas, interrumpen la anécdota, interrumpida, con obsesiva frecuencia, la confidencia narrada por la sociología y el registro biográfico del mundo de entonces.

Libro de libros es Facundo, pero más tú, gaucho malo, como lo llama Sarmiento. “El  Continente Americano terminaba en una punta” escribe en la introducción, en la preparación de la frondosa anécdota y sobre ella ahíja con el colmillo de la espuela el hombrón a su bestia, su sombra, “sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas”, mientras le inquiere que, “te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de un noble pueblo”.

Es que agotar la lectura de este desordenado invento literario,  pero tallado en purísima prosa y en el bulloso asunto no nos deja, por más que nos perturbe la continuación de su intimidad. A su lado, avecindado en lo brutal entre gauchos y generales, perdura la historia libre del invento ficticio. Todo en esta lectura es región y muerte, donde Facundo desespera su caballo cada vez que lo estorba el gentío encaballado que lo sigue.

En verdad esta es una escritura invasiva. Los géneros que en ella abunda, sobremanera la nota inmiscuyéndose a cada rato en la narración, atropella al otro género, el de la sociología y la historia, por lo que el lector véase obligado a aguardar inquieto antes de proseguir actuando en la continuación de la novela a la zaga del  furioso gaucho que lo mismo degüella y mete su brazo de hierro en las entraña del enemigo que aduce razones de caudillo de chambergo ante el doctor y el ululante diputado. Sí, huele a caballo y a sangre en este libro.

Que Facundo se muera o siga vivo poco le importa a la anécdota siempre recurrente. Con razón Borges (otra vez Borges) califica la obra de Sarmiento de  “negador del pobre pasado y del ensangrentado presente” y que es “el primer libro argentino”. Trata de la pedagogía de la barbaridad, porque no en vano Sarmiento fue educador, civilizador, pero más trata  de América violenta, la del azote y el puñal, la rechifla y el grito en medio de la ilusión humanizadora.

Del ayer y el siempre también, trata de una historia y una antropología, una anotación académica y una copia de lo verdadero y su leyenda: nosotros.

Luis Alberto Crespo

 

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