José Enrique Rodó: los dioses del aire y de la razón

Murió pronto, apenas conoció sus cincuenta años, cuando iba camino hacia Grecia, “su abuela Grecia”, la Hélade de su pasión modernista y su obstinación por convertir  en metáforas la luz y la sombra, la perfección y el desorden, es decir, la divinidad positiva y la divinidad negativa shakespereana de La tempestad en su libro Ariel; a más de narrar, con frecuente tono poético, asuntos emblemáticos del destino, acerca de nuestras derrotas y  otros vencimientos, transfigurados en nuevos e insospechados triunfos durante su siguiente libro, Motivos de Proteo, frecuentado por seres del Olimpo griego y el Panteón romano y de pronto por la intervención de nuestras divinidades castizas, como Don Quijote, entre Laconia y La Mancha,  las Geórgicas y la pampa, la Naturaleza de los románticos y la tierra de los cachivaches de estos tiempos.

Escritor fue, bien que de escasos inventos y profesor en todo cuanto hacía con su pluma; asimismo político, también, parlamentario, embajador, viajero, pero débese su eternidad la autoría de las dos obras arriba citadas.

Quienes bautizan su quehacer la califican de catequista, de  guía de las recién nacidas naciones, consejero de adolescentes; y muy hispanista, es cierto, en el estilo literario del voceo, el vocativo, la prosodia peninsular, unamoneana (el maestro vasco le envió una larga epístola donde loa sus libros y su pensamiento); pero fue próvido  fervoroso de su América, escuela de perfección total en pensamiento y emoción,  la de una América siempre naciente, la de los jóvenes, la de Bolívar, de quien se confesara celebrante.

Libro de consejos morales es Ariel, exordio del predominio de la emoción corregida por la inteligencia razonante, de la espiritualidad que desconfía de lo irracional, del sueño solitario y  puro, por tanto antibretoniano y libre de toda angustia, por tanto antisartreano.

Modernista en verdad fue, vasallo de Darío, adorador -ya se dijo- de  la perfección, la pulcritud y con referencias a los ámbitos lejanos y antiguos.

En los motivos de Proteo se acusó estoico cuando aconseja aceptar la adversidad y  su faz de Jano, emblema de la otredad que muda en logro sucedáneo lo que creíamos fracaso.

De la pureza del espíritu y el celo porque perdure sin mácula alguna de irracionalismo  es asunto reflexivo la página de Proteo y cuanto encuentra en la cultura griega para darle basamento a su ideario ético “que de aquel divino juego de niños sobre las playas del Archipiélago (griego) y la sombra de los olmos de Jonia, nacieron las artes, la filosofía, el pensamiento libre, la curiosidad de la investigación, la conciencia de la dignidad humana”.

Muy cerca de la prioridad que le asigna a la inocencia se halla Schiller (a quien cita) cuando asevera “que a menudo  se oculta un sentido sublime en un juego de niños”.

Mucho  más que esta evocación de Rodó es la totalidad de su obra y de  su legado pedagógica de aquellos días en que nuestra América buscaba cómo dirimir su  futuro entre las virtudes que esplenden en Ariel y entenebrecen en  Calibán.

Catecismo moral, guía para  viajeros del destino, aguas donde reflejarnos en un río inmóvil de indistintas apariencias, nostalgia de una pulcritud antigua, enseñanza de una lógica sentimental,  derrotero espiritual en camino de lo insustancial de la cultura perecedera del consumo es la obra de José Enrique Rodó, hoy y siempre de ineludible lectura, “libre de vanas tinieblas y de flaquezas de pasión”, entre Calibán de la baja irracionalidad y entre Ariel el del espíritu y el sentimiento y nosotros los contumaces  desorientados.

Luis Alberto Crespo

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