Había una vez 1966 en Cuba Miguel Barnet (antropólogo, etnólogo, novelista, cronista, poeta) supo que alguien, otrora esclavo, había sobrepasado los cien años de su vida y se apresuró a dar con él. Se llamaba Esteban Montejo, un hombre antiguo de ciento cinco años. Alguna vez fue esclavo en una plantación y apenas clareaba su adolescencia y arrastraba el bagazo de la caña. Era uno más entre los negros de los barracones. Barnet, apenas si tuvo tiempo para encender su grabadora: Esteban Montejo no se lo permitió y tuvo que escuchar, con sus oídos y con sus ojos, su vida, su muy larga vida, que con minucia y sin los tropiezos de la memoria comenzaba a confiarle, desde que conviviera entre la animalancia de los braseros, soportara los castigos que recibía del capora y el juntamiento de los cuerpos sudorosos en los antros de los ingenios, el mendrugo que agravara el hambre y la dureza de la paja que le sirviera de lecho.
No imaginó el escritor cubano que tal confidencia, titulada Biografía de un cimarrón, de 161 páginas, editada por Biblioteca Ayacucho, habría de ser leída por el mundo entero. Más que biografía, la conversación tomó pronto el perfil del testimonio narrativo, creado a dos manos: la voz de Esteban Montejo y la escritura de Barnet.
Novela la llamó Barnet y nadie podría mezquinarle tal calificativo. Ha sido oída y ha sido copiada con letra de escritor y con lenguaje poético, sin que el decir del cimarrón desmereciera un punto, porque todo en el libro participa del entramado narrativo que exige cualquier escrito que se pretende novela.
La anécdota le sigue los pasos al esclavo nomás determina darse a la fuga: ya dirá que había nacido para eso, para huir de la ignominia. Entonces alcanzó la manigua, se confundió con la vegetación y sus criaturas; buscó por domicilio una caverna y se aprendió de memoria el minutero de los pájaros, los que anunciaban la proximidad de las tinieblas y los que despertaban a la luz del amanecer en su dormitorio de hojarasca. Solo estuvo y solo vivió la vida misma. El silencio fue su compañero y el tubérculo y la muerte de alguna criatura su condumio.
Mientras así se evadía monte adentro fue refiriendo a su interlocutor la historia del ingenio, ese asfixiante caserón donde se amontonaban los cortadores y quemadores de caña, obligados a empujar los carretones desde que rayaba el alba y a fertilizar a cualquier mujer al azar que asegurara la profusión de la mano de obra negra, hija de la estirpe de los bozales y de Mozambique, de Madagascar, de Alta Guinea, del Congo, de Benín ; y a los que se le concedía el baile, el grito y el son del tambor en los mezquinos ratos del ocio.
La voz antigua de Esteban Montejo transita por las páginas de este libro mientras toma nota de los senderos por dos destinos: el de la selva de su escondite y el recuerdo del barracón. En tanto lo hacía, ninguna ilusión de ganar la libertad alteraba su pasado. En el fondo de su caverna recordaba a su padrino Gin Congo y también a su padre “lucumí de Oyó”, llamados así, como la tierra de donde vinieron. Tales remembranzas y nostalgias eran perseguidas al fondo de los bosques por los perros “amaestrados para coger negros”, a los que sus parientes y su gente oscura afrentaban hasta lo insoportable armados por la única arma de que disponían: el ardor de la libertad que les ardía en la sangre y en el dolor.
Cierto día, Esteban Montejo oyó un grito en la espesura: “¡somos libres!” El gobierno había decretado el término de la esclavitud, pero cuidándose de ocultar el engaño o su remedo.
Pronto, el cimarrón se alistaría entre la soldadesca durante la guerra contra España. Peleó como mambí, como decir hijo de mono, pero poco le importó la semejanza de primate que le asignaron los dueños de su liberación.
Antes de morir, a los ciento cinco años, miembro del Partido Socialista Popular, conoció la Revolución Cubana y le dijo a Miguel Barnet en las últimas páginas del libro: “No quiero morirme, para echar todas las batallas que vengan. Ahora, ya no me meto en trincheras, ni cojo armas de esas de hoy. Con un machete me basta”. Para él la edad de todo cimarrón no conoce el tiempo: es para siempre, como la libertad que es su ilusión, una ilusión que no termina nunca.
Luis Alberto Crespo