Entró de por vida en el vanguardismo literario y comenzó a ser él. Se trajo de Mayamo, su patria soleada, los cuervos de Baltimore que atormentaron a Poe una noche borrascosa. No tardó en ser cubista con Braque y cruzó el puente Mirabeau con Apollinaire. Sintió la negritud, la africanidad, en su carne en su espíritu. Empezó a escribir así, de ese modo, como los ídolos del Congo, antes que Nicolás Guillén y que Ballagas.
Se puso a mirar a África en todo Puerto Rico. Escuchó y copió en sus mejores escritos, a los que le dieron eternidad, a los cueros y al ajetreo rítmico del negro jazzisticamente hablando, con olor a caña y a cacao, como si entrara en cuerpo de mulata de tal. Le gustó Dadá y hasta lo biografió, sin descuidar, por supuesto, la rima contagiosa de Darío y el runrún del posmodernismo, la palmera, el sudor sensual, la jitanjáfora. Prestigió el ruido de los colores fuertes, el ardor de los mediodías.
¡Cómo amó las vanguardias!
Escúchenlo en Tun tun de pasa y grifería, su libro indispensable, y aquí:
Calabó y bambú,
Bambú y calabó.
El Gran Corocoro dice: tu-cu-tu.
La Gran Corocora dice: to-co-tó.
Es el sol de hierro que arde en Tombuctú.
Fue asimismo angustioso y angustiado como la metafísica y vacío, a punto de caer más abajo, como el hombre de tierra, el de verdad. Escribió cualquier cosa, como los periódicos; el Carpe diem le enseñó el despropósito de existir sin alterarse. Fue regando de capítulos una novela que dejó en el olvido o el para qué, dice y no dice de él la señora Margot Arce de Vásquez en el prólogo que le dedica entre los Clásicos de la Biblioteca Ayacucho.
Fue entonces lírico y áspero, quiero decir sedoso y de tela ruda en el estilo literario. El orden y el alboroto de los géneros fueron su divertimiento. A ratos regresaba al austero siglo de oro del soneto quevediano, por ejemplo, y a la petulancia itálica de Garcilaso. Llegó a ser un puertorriqueño del común. ¿Qué sería África sin el negro allá?, adujo hartas veces. Amó el campo, las doce del mediodía del peón de pelo crespo y el tambor en las caderas de la hembra.
Qué sensualidad la suya, como si se hubiera dedicado destino en pasarle la mano al glúteo y a los pechos de la mujer oscura. Si alguna vez prestigió el paisaje gélido fue para enseguida volverse a la canícula que recorre su isla, que lo esperaba por dentro.
Poco importa si está muerto desde 1959. Se llamó Luis Palés Matos, el patronímico de una estrella inagotable.
Luis Alberto Crespo