Macedonio Fernández el viejo testamento de todas las literaturas

Dijo que había nacido dos veces, pero finalmente que fue en “un año muy 1874”. Nació porteño y concedió que “nacer era un fiasco: llegamos y ya hay otros”.

Se mudó varias veces de dormitorio, más aún después de la muerte de su amada, Elena Bellamuerte,  a quien le obsequió un poema memorable. En 1889 comenzó a escribir y no se detuvo. Dijo que había nacido “para defenderse por el saber y de ello me hice consciente hacia los 18 años cuando comenzó mi dolor de juventud”. Borges confiesa que lo imitó “hasta la transcripción, hasta el apasionado y devoto plagio”.  Transitó todas las literaturas, su teoría, su práctica, sobremanera la metafísica, más si era la del anarquista Spencer, y las fue agobiando en el caos de una papelería que amenazaba con sepultarlo sino fuera por sus obsesivas mudanzas, aunque concedió, culpándose que para ser escritor le faltaba “caricia en el decir”.

Transitar su obra  (la reflexión, el inventario narrativo, el asunto político, jurídico, psicológico, la abundante correspondencia epistolar, la rúbrica en los periódicos y revistas, las conferencias) exige recorrer muchas lecturas interrumpidas por su vida civil donde es dable leer un anecdotario vario, desde lo vano hasta lo insólito, lo pintoresco y lo profundo, como el de la sartén que tuvo por compañía y la solitaria bombilla eléctrica que iluminaba la habitación de su cotorro; el consumo del mate amargo y el cigarrillo o cuando un potro le mordió el hombro, hasta sus obsesivas lecturas de los anarquistas.

A los siete años había aprendido a llorar, “en seguida”, debajo de un balcón. Hubo de esperar hasta 1929 para publicar sus primeros libros y la fama no dejó de sorprenderlo cuando vio que Borges elogiaba con fruición sus Papeles de recienvenido, su Museo de la novela de la eternaLa continuación de la  nada.

Lector voraz, consumió hartas lecturas, amó a Kafka (por supuesto), a Homero, Virgilio, Dante, Milton.

Su epistolario es babélico.  Sólo su correspondencia con Gómez de la Serna colmarían las  páginas de un profuso volumen. El célebre autor de las Greguerías prologó la escritura de La continuación de la nada.

Odió a los médicos y fervoroso anarquista alabó la guerra porque con ella se acabaría la civilización y de su horror renacerían los bosques, la hermosura del mar y bella naturaleza.

Era 1952 cuando muere, un 10 de febrero. Había nacido, lo advirtió, junto con el Universo y la Realidad. Moría ahora como si le hubiera  trazado un uroboros a su destino.

Al despedirlo, Borges, se asomó a su fosa: toda su vida, Macedonio, por amor de la vida, fue temeroso de la muerte, salvo (me dicen) en las últimas horas, en que halló coraje y la esperó con tranquila curiosidad”.

Luis Alberto Crespo

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