Salazar Bondy: Lima o lo imposible

“No he aprendido nada de ella”, anotó Humboldt en sus andanzas de averiguador de los bienes naturales de sus suelos y sus especie, entre los vestigios de su virreinato y Herman Melville, el cazador de ballenas, escribió que era “la ciudad más triste y extraña que se pueda imaginar”, no sabemos si a causa de sus persistentes cielos grises, pero Sebastián Salazar Bondy, que allí nació y allí enterró sus cenizas, la trató  peor: le pidió prestado el desencanto que sintió por la sociedad limeña su vecino César Moro, el poeta desollado vivo de la Tortuga ecuestre, vilipendiado por los pálidos y buenas gentes de escudo español y confesonario, tildándola de “Lima la horrible”. Duró poco, no muchas páginas, Salazar Bondy suscribiendo ese punzante motejo, pero sí tan extensas como su prosa, impoluta, el verbo considerable como para preservarlo de toda mácula y más inagotable aún su contenido.

Peruano letrado fue este grande y hoy olvidado señor de la estirpe de Palma, Mariátegui y Arguedas. Toda  literatura agotó sus dones: el ensayo, el teatro, la crítica (el inagotable venero de su decir), el periodismo, el teatro, la narración, la novela, pero nunca como su escritura de heridor con la que hurgó hondo en el pellejo y la víscera de la sociedad a la que adjetivó lugar de serpientes y de llagas.

Perteneció a la llamada generación literaria de los 50, hijo de casa grande y de clase media terrófaga. Mientras su padre buscaba escalar un lugar más alto entre los limeños de la hipocresía y la buena tela, su hijo, muchacho de colegio caro, rosario en mano y el pecho en el corazón de Jesús, leía y pergeñaba ya su prosa de bisoño. No hubo infolio que no averiguara su ocio fecundo, ora en la biografía, la mentira narrativa, el retruque quevediano, el adorno y la voluta gongorinos, la dulzura nemorosa de Garcilaso, a más de la harta papelería de la razón y el imaginario atorada en la biblioteca paterna.

Su pasado, después de existir, ay, no mucho tiempo, fue de estorboso nombramiento, para incomodidad de quienes adversaban su estilo de amargoso y de irónico de cuanto hallara en los jardines del Puente a la Alameda y en los patios de Miraflores con tufo de albañal  entre los parapetos del ayer y del instante limeño, pero sí vario provento para que su pluma de estilete lastimara  el comportamiento  de los vástagos del virrey y el súbdito de Carlos y Felipe y el boato y el despilfarro, criador de la muñeca de carne de Miss Perú, el abolengo en el andar y las maneras de fina mestiza que tanto loara Chabuca Granda y Rubén Darío encomendara, a quienes repetían al caletre su rima de fabbro del modernismo, esa boca roja, ese paso de breve pie a la que bautizaba como la andaluza de América, en desmedro del pueblo asolado y echado a la acera y al mendrugo del pasado  de Huallamarca y Armatumba quechuas, el ceño  y el perfil altivo del inca que Francisco Pizarro se empeñara en sumir a la nada  con la punta de su fierro.

Lo que avergüenza al nombrar a Sebastián Salazar Bondy en estos días es el saldo de silencio, de mudez, con que los peruanos de cacumen asedian a su obra y hasta su recuerdo y “perdonen la tristeza”, diría el de Los heraldos negros, suerte sorda de aquel Prometeo nacional de Rabdomante, el héroe de una de sus memorables piezas de teatro, víctima de los políticos y de la clase de sus acólitos, a los que el autor de Lima la horrible acusa de Miserables. “Aquella sociedad a la que se refirió, ese país que alimentó su vocación y fomentó su rebeldía, son todavía horribles”, advierte Félix Terrones en el prólogo de los clásicos de la Biblioteca Ayacucho,  con rabia de justiciero.

   Luis Alberto Crespo

     

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