“Me sentí huérfano, guacho y ajeno a mi voz, a mi sombra y a mi raza. Lie mis petates, ¡Hasta la vuelta! le dije, che. Cuando bajé del barco, tomé un pingo, y me entré, como cuando era cachorro, hasta el corazón de la pampa”.
Lo dijo en gaucho legítimo. En verdad no tardó mucho al desembarcar y dejar, así, con apuro, sus andanzas europeas (se lo permitía su estirpe de acaudalado) y tomó a caballo, el camino al infinito.
Era Ricardo Güiraldes, porteño, desde temprano con ansias de escritor de nombramiento incierto, con edición de propia mano, pero ya determinado a contar lo que había vivido en las varias estancias de su padre, alcalde y funcionario encopetado, estanciero.
Europa, esto es París, fue su segunda patria: desde mocoso hasta su último aliento, desandó y permaneció, con perezoso estar, en Lutecia y los alrededores del viejo Continente, hasta Ceilán y más allá, donde probó mundanidad bastante, ocio desaforado, bebedero y opio.
Alguien le acercó a quien sería su mentor y mano amiga de los famosos de las letras de entonces: Valéry Larbaud, como él propietario de mansión y jardín desmesurado, también andariego, frívolo y docto, escritor de diarios de sus andanzas, magnífica pluma, invento de aquel Barnaboouth, que leían en Paris los desocupados lectores. Ahíto de lecturas en el francés de Flaubert, Maupassant, Zola, con Hugo fuerte y Verlaine ambiguo y en el alemán de Goethe y de Nietzsche, escuchó su consciencia y fue a buscar la pampa que le renacía por dentro y con sus “misterios serenos”.
De aquella renuncia (siempre momentánea) a sus frecuentaciones parisienses y a su entrada (lo mismo, pendular) a los horizontes pamperos, Ricardo Güiraldes conoció la lenta nombradía literaria y asimismo la paciencia de su espera. Escribió novelas y demás escrituras de autor bisoño, a las que tituló El sendero, El cencerro, Xaimaca, Cuentos y Raucho, que no sobrepasaron los mil ejemplares, pero sí el frondoso entusiasmo de Valery Larbaud, su confidente epistolar y virgiliano, compañero de los submundos de Europa y anfitrión de su palacio español.
Cuando al fin le sobrevino la fama y después de haber cedido sus rúbricas a las petulantes revistas porteñas, ora como firma de prestigio, ora como editor de ellas, con Borges de por medio, no se dio cuenta de la largueza con que lo brindó su obra cumbre: Don Segundo Sombra, culminación de su búsqueda de un lenguaje regional, nutrido de chambergo y mate amargo, la voz gaucha de un castellano rudo y de rara preciosidad, en el que convivieran la voz de los hombres del brioso petiso y la deliberada escritura de biblioteca y gusto de la metáfora y la imagen aprendida en el ocio fecundo que luego traduciría en el estilo de una estética que perteneciera y con el que enriqueciera y adelantara aquella prosa de octosílabas que eternizara a José Hernández en Martín Fierro.
Pero Güiraldes, en su Segundo Sombra (esa transfiguración de sí y de su gaucho real, Segundo Ramírez) encontraría un absoluto literario en el cual se confundieran (sin equivocarse) el decir pampero y el decir culto en admirable conjunción de oralidad y escritura, tanto, que la consecuencia de la lectura crítica del libro no termina de nominarla como novela o como poema narrativo. El color nacional, la región de su anecdotario corrigen, la intromisión de la aprendida lectura de quien gozara del provento del libro mítico que adorara en su insaciable frecuentación de biblioteca y regusto de toda suerte.
Es así como en Don Segundo Sombra, la rudeza, la machura del y los personajes que lo colman se confunden indistintos e igual el disfrute de su sabrosura verbal cada vez que se pierden las fronteras del recado de la metáfora y la poetización inagotable de su estilo narrativo y lírico, mientras la patria de la alfalfa, el facón del puñal y la alebrestada sacudida del potro salvaje preparan sin tardar el había una vez del personaje que todo lo domina, él mismo, el otro, el paisaje, el asunto que lo justifica y también, maloculto, el propio Güiraldes, el hijo de su padre estanciero de La Porteña, el ahijado del dios pampero, la pampa en sí, la escritura embrujada de voces y murmullos, la violencia cruda del gaucho puesto acaballo y el de su calma tranquila del mate y el chiripá, con Zola oculto, Baudelaire solitario y cejijunto y hasta Mallarmé, bien adentro, de libro blanco y sin nadie.
Y sin desmejorar un punto, con sostenida intensidad, alcanzamos el final de la obra y el eterno comienzo de la perpetuidad de Ricardo Güiraldes, que despide a su padrino de esta guisa:
“Un momento la silueta doble se perfiló nítida sobre el cielo, sesgado por un verdoso rayo de atardecer. Aquello que se alejaba era más una idea que un hombre. Y bruscamente desapareció, quedando mi meditación separada de su motivo”.
El escritor, escondido apenas en el petiso, el muchacho que anda de cabestro por las páginas del libro de La Biblioteca Ayacucho entre sus clásicos, se fue, “como quien se desangra”; y nosotros, sus cómplices, sus lectores, permanecemos, para siempre con su nostalgia.
Luís Alberto Crespo