Madre del Castillo: Un nombre muy largo para alcanzar el cielo

Fue monja Clarisa, allá en Colombia, en Tunja. Cierto prelado la animó –le ordenó, que es término más bien castrense- a que escribiera su vida. Ella accedió. Eligió la tercera persona del plural, acaso para facilitar la distancia prosódica de poder nombrarse sin tropezar con las incomodidades de su intimidad. A tal autobiografía la tituló Su vida.

Transcurría el tiempo de la Contrarreforma, del temible Santo Oficio. Se atrevió a hacerlo. Gozaba, para cometer esa escritura, de su condición de enclaustrada, pues que mujer alguna mal podía pretender ese oficio de hombre. Con dicho permiso no dudó en dar cuenta de su vivir, ofrecido al Señor, su amado, o cada año, “en amargura de mi alma (sic), pues todos los halló gastados mal” y osó pasar memoria de ellos. A esa libertad en el mentado proceder le ofrecía el regalo de su unción de Abadesa, de una alta jefatura con varios privilegios.

Y así lo hizo, así medró en la cuidada prosa de quien provenía de una estirpe social de harta pretensión de cuna y enseñanza libresca y melódica, criada como fue en holgada casa aristocrática, donde se cumplía el orgullo de ostentar el patronímico de vasallo del Rey y disponer de esclavos, de alto peculio y distancia con la plebe. Además, ocurría el siglo XVIII, el del cabildo y la petulancia eclesiástica que compartía desmesurado poder con la Monarquía sobre toda vida humana, animal o cosa.

¿Qué era ser monja en esos tiempos tediosos en el virreinato de Santa Fe? A enclaustrarse acudía, no sólo la mujer que atendía al llamado de Cristo: también la dolida por el desamor, la viuda y la que aborrecía el himeneo.

Para no pocas de ellas la movía ese encierro de celda ingrata, el párpado de la ventanuca, la mesa de dura madera y el perezoso candelabro, un libro de santa confidencia, a veces en verso rezandero (se prohibía El Cantar de los Cantares, por miedo a recordar la carne y su deseo); y cuando se tenía privanza de alcurnia, como la Madre Castillo, entonces fue sabrosura semejante existencia oscura, a ratos expuesta a la luz de afuera en los actos de la liturgia o la ceremonia oficial del colonialismo.

Y así como ocurría en esta vida de cerrojo el achaque de la letra escrita reclamaba a quien determinaba acometerla la buena pro del oficio (dice la historia que no pocas mujeres lo  cumplían con resultados de excelencia): Sor Juana Inés de la Cruz, en México, era referencia envidiable. El tribunal de  estilo barroco mandaba, a quien osara su obediencia, cumplir con remedo de las retorcidas formas de un gusto y hasta de un comportamiento común a la belleza de entonces y sobremanera en el prosar y en el versificar los asuntos del cielo.

Con esmero y con probados dones la monja que decimos agotó los lentos papeles de su manuscrito en dar noticias de sí misma y la de la comarca de Tunja, quiere decir de la Colombia de aquellos días, por lo que la lectura pública de su autobiografía (esperaría 97 años para cederla al común, con la guerra de Bolívar de por medio) es hoy el primer día de la historia literaria colombiana.

A más de su vida, la obra de la Madre Castillo abunda en una obsesiva correspondencia epistolar con confesores muchos, en la que da cuenta de hechos que no resisten el tiempo, como sí la cotidianidad del testimonio. “Su escritura termina por no decir nada nuevo o casi nada”, advierte la enjundiosa prologuista Ángela Inés Robledo en el tomo de la colección clásica de la Biblioteca Ayacucho.

Aceptemos esta advertencia y detengámonos en la lectura. Hállase allí, puertas adentro del claustro, la noticia de esas horas de finales del siglo XVII y mediados del XVIII de nuestro ayer, fastidioso y convulso, temeroso de Dios y del Rey, patio trasero de lo que habría de ocurrir más luego en la historia de nuestra América, la de los albores de la emancipación política y soberana.

Capítulo tras capítulo, carta tras carta, la Madre del convento de Tunja contó lo que ninguna moradora de ese sepulcro viviente atrevióse a intentarlo: su vida frecuentada por la fe religiosa y por el asunto humano, éste, de pronto, con estorbos de intriga y de malevolencia de parte de las habitantes de estas paredes tristísimas los cuales lastimaran a la abadesa y  donde el temor de pecar despide un olor a incienso y a confesionario. Y así vivió hasta que dejó de respirar. Cuentan que a un año de su muerte fue exhumada: su cuerpo permanecía incorrupto. Como ahora su obra.

 

 Luis Alberto Crespo

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