A un rostro de estela Maya, a un brujo Copan, semejaba inerte Miguel Ángel Asturias en un hospital de Madrid cuando Arturo Uslar Pietri acudiera a ver morir a su cómplice de los cafés de Montparnasse cuando otrora aporreaban el idioma de Voltaire y Corneille en el París que pululaba de aspirantes latinoamericanos al nombramiento literario y artístico de los años veinte, más atentos a los mandatos de la vanguardia estética del relato sin puntos y comas de la señora Bloom del Ulises, al automatismo psíquico y el sueño incontrolado de Breton y Compañía o a la descomposición de la apariencia del copista picassiano de los tótems congoleses que a la nostalgia de los mediodías de canícula y el castellano colonial de sus provincias.
Muy distinta averiguación movía el espíritu de tales amigos, el del mestizo indígena guatemalteco y el del caraqueño germano-corso: ambos se dieron a revivir en sus memorias y en los bocetos de sus pretensiones narrativas la luz ardiente y el chubasco de donde procedían, el temblor del colibrí, el relámpago en el rugido del felino, el grito verde vegetal de la guacamaya, la casa y el afuera del hombre de piel de guarao y choroteca y de rasgos andaluces, el rehílo del habla cruzada de vocablos castizos y oráculos de pueblo originario, legado de las encomiendas, nostalgia de los pueblos de la espesura y los desiertos.
Los contertulios que eran Asturias y Uslar Pietri se ahincaban en el cuidado de trajinar con su imaginario de bisoños escritores entre las confesiones de Vallejo y sus domingos en la claras orejas de su burro, el oráculo del Popol Vuh o las confidencias de vieja caligrafía del misionero Pedro Simón y Fernández de Oviedo.
Asturias desordenaba en sus faltrisqueras los apuntes de unos “mendigos políticos”, apurados esbozos de lo que tiempo más tarde se transfiguraría en El señor Presidente, la primera novela que narraba la brutal dictadura de los caudillos suramericanos, en cuyas páginas harían alianza el decir chamánico del heredero de los mayas y la caligrafía y la verba del pueblo urbano y campesino de Centroamérica, todo ello en una armoniosa y creativa mezcolanza del escrito cervantino y las voces del habitante silvestre, y un afuera de pájaro zizontle y quetza y de cotorra y turpial y de gritos y susurros en una lengua emplumada y flechera, de ropa blanca y sombrero de palma donde antiguo su más conspicuo lucidor se tocaba con lujo de malaquita y fulgor áureo y de cuyo acervo jóvenes de entonces, como Asturias, atesorara para ceder la lectura de lo real maravilloso, ese entendimiento sin costuras de lo real y lo fantástico que explica nuestra conducta ante la realidad y su hechizo acezante.
Uslar Pietri, a su vez, concluía los capítulos de Las lanzas coloradas y bosquejaba aquella mañana en que unos seminaristas, obedientes a la orden de José Félix Ribas, se armaron de estacas y fusiles de abatir conejos para desbaratar las hordas de Boves en la plaza de la Victoria aragüeña.
Ojeroso, insomne de tanto avivar el recuerdo de su madre cuando la escuchaba referir historias del ensueño y misterio, Asturias daba por terminado sus Leyendas de Guatemala que despertaran el contentamiento a Paul Valéry quien solía desestimar toda emoción literaria por preferir el cuidado racional de la forma y desautorizar toda anécdota literaria que se pudiera contar por teléfono y más aún la excesiva descripción del color local de los sentimentales. “Nada me ha parecido más extraño -quiero decir más extraño a mi espíritu, a mi facultad de alcanzar lo inesperado- que estas historias -sueños- poemas donde se confunden tan graciosamente las creencias, los cuentos, todas las edades de un pueblo de orden compuesto, todos los productos capitosos de una tierra poderosa y convulsa”, suscribía el autor de El cementerio marino y La joven Parca al concluir la versión francesa de Las leyendas, lograda con holgura por Francis de Miomandre.
Desde entonces, Asturias se entregaría a la reinvención de una realidad en la que todo escrito narrativo y poético de la lengua maya-quiché y su herencia del mestizaje lingüístico se fusionaba con la lengua del conquistador, los asoladores de las lenguas autóctonas, derribaron templos y cargaron consigo la esmeralda, el diamante y el oro.
Aquella primera página de El señor Presidente, “¡Alumbra lumbre de alumbre, Luzbel de piedra lumbre. Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas, maldoblestar de la luz en la sombra, lumbre de alumbre sobre la podredumbre!..” cambiaría así la escritura de la fantasía de todo el imaginario de un continente que sobreviviera con la independencia política de Bolívar a la corona española a la que Vallejo trastrocara en Trilce.
Pero no se detendría allí el escritor guatemalteco en esta fabulación mestiza de los evocadores de dioses vegetales y celestes del realismo mágico. No tardaría en narrar una de sus obras maestras, Los hombres de maíz donde el verbo conjurador de sus anteriores creaciones emprendería la escritura de una confidencia bruja, un entretejo de campo, selva y habla de exorcismo y puro destello poético, rudo y sedoso, entre la certidumbre y la alucinación de esta letanía:
“—El Gaspar ILóm deja que a la tierra de ILóm le roben el sueño de los ojos…
–El Gaspar ILóm deja que la tierra de ILóm le roben los párpados con hacha…
–El Gaspar ILóm deja que a la tierra de ILóm le chamusquen la ramazón de las pestañas con las quemas que ponen la luna color de luna vieja.”
Y ya nuestra lengua literaria de la resistencia, la de este lado de la tierra, no fue la misma, como si de un torbellino verbal se tratara, a modo de huracán de significado, de poema convulso y de belleza salvaje en el corazón mismo del idioma en la narración siguiente, la de El alhadito, el mundo perdido en medio de las tallas de los rostros y las manos de los hacedores de arcilla y roca verbal de lo insólito.
Acaso, entre tanto asombro de lectura, la trilogía bananera de Viento fuerte, Mulata de tal y Los ojos de los enterrados no se escuchen esas voces de exorcismo, mas ¿qué vale frente a estos conjuros que ha reunido La Biblioteca Ayacucho entre los clásicos?
He aquí a Miguel Ángel Asturias, su perfil de hechicero Copán que viera Arturo Uslar Pietri en su lecho de muerte, como tallado en algún templo de Tical, más allá del tiempo, en el país narrativo del deslumbramiento.
Luis Alberto Crespo