Mario Briceño Iragorry: El fervor por Venezuela y sus desdichas

¿Cuántas veces no hemos sentido como nuestra aquella confesión de amor de Antonio Arráiz en lo alto de su libro Parsimonia: Quiero estarme en ti, junto a ti, sobre ti, Venezuela, pese aún a ti misma? ¿Con qué insistencia nos invita a que avivemos el ahínco a nuestro país y lo profesemos sin desmayo alguno en el diario –escabroso y luminoso- devenir de su historia?

No descuidaron nunca en rubricar esa confesión los amorosos de Venezuela de los tiempos del poeta Arráiz ni cometido inobservancia a su enorme ternura, en sus corazones y en su pensamiento, los venezolanos de estos tiempos, cualquiera fuere el menester con los que dan cumplimiento a ese arraigo, a esa pasión nacional.

Uno de esos venezolanos que digo y será se llamó Mario Briceño Iragorry. Perteneció a la casta de quienes dieron en la flor de ofrecer su fervor por Venezuela en la averiguación de su pasado, hartas veces condenada al olvido de sus virtudes o a sus tristezas, como a las del polvo de sus penas. Abrazó  el rescate de ese ayer nuestro que cierto recuento, más bien con sesgo vindicativo,  prohibiera o desestimara, que no fuera para motejarlo prescindible u objetable, como el que el que avisa de los incómodos protagonistas de su pretérito más próximo o el más lejano,  Colonia y  República, aquellos obedientes de la Corona, ambiguos, los más, en sus maneras de jurar por la causa Independentista, difíciles para concederles relieve alguno a la hora de darles nombramiento.

De sus meticulosas averiguaciones sobre esa otra historia nuestra, la del cabildo, el cacao y el café, el despilfarro de sus riquezas enterradas y el menosprecio por el campo,  Briceño Iragorry trajo con su rocín quijotesco a Don Alonso Andrea de Ledesma, súbdito del Rey y del orgullo lárico, lejano y modesto héroe de nuestra dignidad nacional y con pareja justicia exhumó la presencia de cierto personaje sibilino, el marqués de Casa León, rara figura de nuestra colonial y de los albores y crepúsculos de nuestra emancipación (sobremanera de la era paecista).

Ducho en mover sus dones de intrigante y acomodaticio fue Casa León, servidor de uno a otro bando, inteligentísimo, de erudita cultura, empresario de gordo peculio,  del lado de Monteverde del Libertador, largo en la astucia como en el préstamo de su fidelidad y de sus dineros a sus amigos, Mirada, el propio Bolívar, durante los momentos de nuestra guerra emancipadora. ¿Cómo silenciarlo entonces? ¿Por qué relegarlo al silencio al detenernos contar, sin tachaduras del nombre  y confidencia, nuestro ayer, con sus miserias o sus lastimaduras? ¿Por qué no decir verdad al recabar el recuento de nuestro devenir nacional?

Casa León, más que el personaje que decimos, es -lo subraya Mario Briceño Iragorry- el mito viviente del oligarca, no sólo el del documento y el escudo nobiliario, sino el comerciante, el banquero, el terrateniente, el caudillo de cachucha y paletó levita. El es -prosigue- el molde de “nuestra detestable oligarquía, condenada como consecuencia de su entreguismo, su lisonja y servilismo al capital extranjero”.

Sin dinero, enjuiciado, enfermo, envejecido, el inefable marqués tuvo en el Libertador a uno de sus fieles amigos. En una de sus cartas, Bolívar testifica su sentimiento hacia él: “Yo me acuerdo mucho de la noche -le escribe a su hermana María Antonia- que me escondió en su casa en los tiempos de Monteverde (…) Ofrécele todo lo que yo pueda  hacer por él”.

No en balde el autor de su historia insistía, mientras cumplía su fidelidad a Venezuela, en que “de nuestro ayer viene de la lección fructífera de la hora presente”.

Con igual fervor concluyó la historia de José Francisco Heredia,  la de El Gerente Heredia o la piedad heroica, al que estimó “la figura más amable de cuantas cruzan los caminos de la historia política de Venezuela. Apenas, a boca de la conquista, le hace par la blanca presencia de Fray Bartolomé de Las Casas”.

Elevado funcionario dominicano de la Audiencia de Caracas, el Gerente Heredia sirvió a la causa española, pero con unanimidad emitió su juicio a la hora de impartir justicia  aborreciendo por igual la ensangrentada guerra a muerte de los realistas y la del Decreto de Simón Bolívar. Imparcial, clamó en sus sentencias por la por paz de Venezuela llegando  a sufrir lo indecible por no poder interceder en el martirologio del generalísimo y precursor de nuestra independencia.

Acaso la obra más controversial de Briceño Iragorry, pero de invalorable actualidad, sea Misión sin destino, el legado de su ahínco al recuento político, social y cultural, la defensa y elegía de nuestra tradición y nuestra nacionalidad de pueblo en busca de su conciencia. En sus páginas, ofrece una visión de futuro de Venezuela (la obra fue escrita en los años 50), enraizada en su pretérito y así se pregunta, desde Casa León y El Regente Heredia, ¿por qué negar los valores de nuestra Colonia, por ejemplo, las virtudes de los vencidos (y evoca a Martí); o  los hechos positivos de nuestro ayer político, el pago de nuestra deuda externa, la creación de la sanidad pública?

Nuestra valoración histórica, insiste hartas veces, se aprende con el conocimiento integral de su pasado, con sus esplendores y sus tinieblas. “La vocación igualitaria del criollo creció en razón del nivel doloroso y fraternal creado por la guerra muerte, la cual, junto con la devastadora guerra federal, forjó la democracia que caracteriza a nuestro país”, anotó con fruición.

Tal vez uno de los momentos de su reflexión con mayor visión de actualidad sobre su Venezuela interrumpida y con crisis de pueblo y de cultura política, social y cultural sea su acusación a la libertad de expresión, “que ha confundido la libertad de pensamiento con la libertad de la injuria y la procacidad”.

Demócrata, creyente en el voto electoral (“a pesar de sus irregularidades”), bolivariano, observa desde su sentimiento y su raciocinio, siempre visionarios, a esa Venezuela de los años cincuenta (y ahora la de sus renegados), “atada a un nuevo coloniaje donde Amyas Preston (el pirata que asolara Caracas y abatiera  a  su solitario y desvalido caballero defensor) y con “mayores derechos que Alonso Andrea de Ledesma”.

Amoroso de su país, al que se aferrara como en el poema de Arráiz, quiso estar en él, junto en él, en sí mismo y en su propia sustancia, así en su vida íntima como en su vida pública. Su obra, difundida por la Biblioteca Ayacucho, es hoy un inagotable mensaje con destino.

 

Luis Alberto Crespo

 

 

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