Y de pronto… Bolívar

Desde 1816 andaba en busca de una nueva República. Venezuela ardía entre las batallas y el vivac, la incertidumbre y las dificultades, esos dos dolores que  al que se enfrentara el muy terco y tenaz caraqueño de mirada encendida y con la determinación de triunfar por encima de los sinsabores y el dolor de la lanza tinta en sangre venezolana y el disparo que abatiera a sus soldados  a sus oficiales de la estirpe de Girardot y Ricaurte. Pero hubo Guayana libre en 1817 y hubo Chirica y aquel fusilamiento y que la herida nunca cerrada en la conciencia del envalentonado guerrero de las dificultades que buscaba  su definitiva jefatura.

Entonces, abriéndose paso entre la pólvora, la puya de las campañas y los estragos de la Patria Boba, Bolívar llegó una mañana  a Angostura soberana.

Era 1818 El Correo del Orinoco, que probaban que los soñadores de la libración de Venezuela y de América no sólo sentían fervor por la guerra libertaria sino que asimismo pensaban y abrazaban la cultura de las ideas, difundiría una convocatoria memorable: la elección a los representantes de un Congreso Constituyente cuyos nombres no serían ya los ungidos valientes de los campos de la batalla republicana sino los legisladores de esa convocatoria, responsables del destino de esa Segunda República, muerta en su primer intento en el aciago 1811.

Allí llegaron, después de bogar frente a la Piedra del Medio los convocados al Congreso. Representaban algunas provincias, pero suficientes para lograr la legitimación del propósito emancipador. El motejo de revoltosos con que el general Morillo endilgara a los soldados de Bolívar, al pueblo semidesnudo de sus tropas, pronto habría de calla su ofensa con que la nominara la petulancia del alto oficial de la guerra napoleónica y súbdito de Fernando XVII.

Aquellos venezolanos de las armas y las ideas no tardarían de  salvar las orillas del Orinoco camino a la casona donde los aguardaba el promotor de la nueva República y oirían el discurso que cambiaría el rumbo de la guerra y el destino de Venezuela. Sabía Bolívar que la guerra no estaba ganada pero era el momento de legitimarla.

Quien vista la amplia sala donde tuvo lugar el Congreso de Angostura no podría menos de imaginar la presencia de El Libertador con el recado de hojas del discurso que se aprestaba a leer. Mediaba el 15 de febrero de 1819 bajo el calor del verano guayanés. Cerremos los ojos y escuchemos la voz altiva y aguda de su lector:

 

“Señor. ¡Dichoso el ciudadano que bajo el escudo de las armas de su mando ha convocado la soberanía nacional para que ejerza su voluntad absoluta! Yo, pues, me cuento entre los seres más favorecidos de la Divina Providencia, ya que he tenido el honor de reunir a los representantes del pueblo de Venezuela en este augusto Congreso, fuente de la autoridad legítima. Depósito de la voluntad soberana y árbitro del destino de la nación”.

Agobiado como se sentía del título de Libertador y Jefe Supremo de la República ahora se llama  a sí mismo simple ciudadano, como lo exige la Constitución que aguardaba ser aprobada. El sabía de los peligros que arrostraba quien pretenda la permanencia  harto tiempo en el poder.

No ignoraba que no todo su contenido sería sancionado con su aprobación, por más que en una de sus páginas lo moviera a suplicar que fuera abolida la oprobiosa esclavitud. También aspiraba a que se anularan los privilegios y se aprobara la creación del Poder Moral.

Al término del discurso, Bolívar se despide de los congregantes:

“Señor, empezad vuestras funciones: yo he terminado las mías”.

¿Adónde se marchó? Embarcó río arriba. Se oía apenas el rumor del Orinoco en la proa. La ruta terminaba en un perdido pueblo del alto Orinoco, el caño 77. Habían transcurrido seis meses de ese alejamiento mientras Venezuela se ofrecía a los campos de batalla. Llovía como llueve en los llanos, con furia y tardanza. Lo que fuera horizonte de tierra cambiase  en mar interior. Allí, en el vivac del caño, Bolívar había convocado a sus oficiales y a sus soldados. Su propósito era ahora atravesar las nieves del Pisba, cuyas cumbres separaban a Venezuela del Virreinato de Santa Fe. El agua de los llanos de Apure desbordada por los cuatro horizontes del infinito y llegaba hasta la coraza de los caballos.

La determinación era más que insensata, pero tal insensatez no resistió a la terca voluntad, a la irrefrenable voluntad de Bolívar. No todos lo seguirían. Con el resto-¿a qué remedar lo que la historia contaría con minucia?-salvó la helada eternidad alzada. Muchos murieron ateridos o al fondo del abismo. Abajo los esperaba la gloria de Pantano de Vargas, el escueto puente de Boyacá y la capital del Virreinato, sola, sin su Virrey y sin su soldadesca. Bolívar se sentó en el sillón del Despacho; Santa Fe había sido liberada.

Más tarde, seis meses más tarde, fue 11 de diciembre de ese 1819 mítico; fue un sábado. De pronto, Bolívar apareció en Angostura para sorpresa de los guayanés y los legisladores del Congreso. Sin tardar, con la premura que le fue el acta de bautismo de su espíritu, compareció ante el Congreso y dio cuenta de la proeza que había realizado. Esta vez –lo refirió tiempo atrás al general Urdaneta en Bomboná, la patria quedaba más lejos que la manigua orinoquense,  más allá de los llanuras: ahora era América, la patria era América-Era urgente unirla a Venezuela, fundar una sola nación, una nación que se llamara La Gran Colombia, en recuerdo de la Colombeia mirandina, mientras esperaba prolongarla hasta el Ecuador.

El sueño duró hasta que se hizo crepúsculo en su azarosa vida. Antes de morir, desconocido por sus otrora seguidores, castigado por el oprobio de sus enemigos, lastimado más por dentro que por fuera, con Sucre asesinado, antes de morir en un ingrato camastro, dijo su postrera proclama:

“Habéis presenciado mis esfuerzos para plantear la libertad donde reinaba antes la tiranía. He trabajado con desinterés, abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad. Me separé del mando cuando me persuadí que desconfiabais de mi desprendimiento. Mis enemigos abusaron de vuestra credulidad y hollaron lo que me es más sagrado, mi reputación y mi amor a la libertad. He sido víctima de mis perseguidores que me han conducido al sepulcro. Yo los perdono”.

Dijo, antes de expirar y ofrecerse a la gloria y la eternidad, que sólo bajaría tranquilo al sepulcro  si cesara la lucha banderiza y se consolidara la unión entre todos nosotros. Era su sueño rotundo. Hoy es el nuestro. Tenaz, inquebrantable, como el suyo.

Luis Alberto Crespo

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