Verse en Díaz-Casanueva

¿Quién es este que vino hasta nosotros en nombre de Chile  con seis profesores a avivar el Instituto Pedagógico en una Venezuela que no salía aún del todo de la larga pesadilla gomecista  y aprendía a vivir nuestra otrora amordazada democracia? No sé si alguien, entre los escritores de entonces, conocía su biografía que no fuera Mariano Picón Salas, quien lo viera, lo hospedara en Praga y paliara su pobrecía? El recién llegado de 1938 traía consigo la lectura, en alemán legítimo, de los últimos delirios de  Hölderlin, la poesía pensativa de las Elegías de Duino de Rilke, El piano azul piano Azul y la paloma de la medianoche y la droga de Else Lasker-Schüler, el matorral sombrío y el jilguero que llama al muchacho Elis y canta su pérdida de George Trakl. Filósofo y metafísico, traía asimismo un Suma-Cum Laude otorgado por la muy seria Universidad de Jena, discípulo que fuera de Heidegger y de Husserl.

En Berlín de los primeros días del nazismo había visto arder los libros acusados de judíos y “decadentes”. Pero apenas frecuentó la inteligencia caraqueña y trabó conocimiento con los poetas del grupo Viernes el nombre de Humberto Díaz-Casanueva suscitó la revelación del romanticismo y el expresionismo alemán entre los ávidos de universalidad del pensamiento y la emoción, hartos tal vez de simbolismo y surrealismo francés.

Sus dones de políglota regalaron a los viernistas la primera traducción de Saint-John Perse en lengua venezolana. Con razón, Vicente Gerbasi, el más luminoso de ellos, lo evocaba y decía que “todo cambió entre nosotros con la llegada de Díaz-Casanueva”, mientras Antonia Palacios, desde su casa-biblioteca y  taller literario de Calicanto para escritores bisoños, añoraba su amistad y mostraba los papeles de sus correspondencias, describiendo su austera postura, “la boca cerrada a toda íntima confidencia y gran poeta”.

Chile es una contradicción entre su delgadez geográfica y la desmesura verbal de sus poetas. No sólo con Huidobro,  Neruda, Gabriela Mistral. Los hay casi en cada esquina e interminables como las arenas de Atacama. El errante caraqueño Andrés Bello le abrió la universidad, el castellano para uso de americanos, el código civil, la soberanía lingüística, el regionalismo universal bolivariano y fue uno de ellos. Chileno puro, a poco de llegar a Caracas, Díaz-Casanueva trajo la publicación de su tercer libro, El blasfemo coronado y en verdad que todo fue distinto en la poesía venezolana, como si no hubieran bastado su traducción de los ángeles terribles y la muerte que llevamos por dentro de Rilke, el regreso de los dioses griegos de Hölderlin, el realismo de sala de operaciones de Gottfried Benn, la otredad del opio y la esquizofrenia de George Trakl, la rebelión sombría de Else Larsker-Schuler.

Entonces dimos a aprender su vida escondida de trashumante, acicalador de caballos purasangre en sus tiempos de bolsillos flacos, antologista de la poesía de los niños de su patria, diplomático cuando los presidentes intelectuales chilenos conocieron su valía moral, humanística y poética, profesor en las universidades del mundo, disertador erudito en institutos de varia resonancia y otra vez diplomático, esta vez en la ONU, embajador de Salvador Allende, de cuya dignidad renunciara, no más el innombrable Pinochet lo asesinara.

Sí, fue distinta la modernidad poética entre nosotros propuesta por Viernes, nutrido como fuera de la confidencia  y la escritura de quien, más luego, Guillermo Sucre señalara como el poeta de “la ética de la desesperación, como conciencia desértica, como blasfemia y coronación”.

Ya se había hecho costumbre, hábito de lectura fecunda, una obra como Requiem, del que Gabriela Mistral loara  hasta lo indecible y con insistencia y lo suscribió, como sigue: “Supe de golpe y sigo sabiendo que tal libro era y es uno de los poemas de nuestra lengua que no serán disueltos ni por la roña del tiempo ni por el atarantamiento de los críticos ni por la veleidad de los lectores. Libro es él de alta categoría, libro padecido y libro logrado…”

El padecimiento que observara la poeta de Tala y Desolación acompañará la obra toda de Díaz-Casanueva, su ética de desesperación, su conciencia desértica. Desde sus prolongados y enfáticos poemas primeros,  aquellos de Vigilia por dentro (no pocos de ellos traducidos por Ungaretti); o La estatua de sal, hasta los definitivos en lenguaje contrito, casi silencioso, interrumpidos por el ay de la lastimadura interior, ahora más terminantes y privilegiados en simbología y en imágenes como en Los penitenciales, Sol de lenguas (escrito, diríase, bajo la insolación) y El hierro y el hilo y El pájaro Dunga, breves hasta el hilo de la pausa, muchos, gritados de vividez, todos.

La Biblioteca Ayacucho acogió entre sus clásicos la poesía de Humberto Díaz-Casanueva y encomendó a Ana María Del Re, acaso su más minuciosa lectora, la redacción del prólogo, de la cronología y de la bibliografía. Imposible no reproducir las palabras del poeta chileno, copiadas por Ana María en las postrimerías de su prólogo: “Todo lo que he escrito ha sido para revelar lo cierto, lo oculto, lo enmascarado de lo que soy (…). Sigo siendo aquel blasfemo sagrado que se rebela contra los poderes ignotos o contra un azar irreductible (…) En verdad, nunca he perdido la esperanza y la fe en el hombre. Pienso que no obstante lo trágico y lo absurdo, es bello y noble tener el privilegio de vivir (…). La poesía es una lágrima, a la vez que una semilla, depositada en lo más pleno del misterio”.

Pero cómo no escucharlo, además, en el alto de su Requiem, llamar al dolor y decirle: “He de darle un caballo de cascos que tengan el fuego de mis ojos, ha de galopar como un diestro más allá de la plácida tierra, ahí donde perdura mi nombre comido por la bruma…”

 

   Luis Alberto Crespo

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