Vallejo: El idioma de la tierra y el dolor

Hace frío en Santiago de Chuco, a 3.115 metros más arriba, en el Perú de la niebla y los ventisqueros; y más todavía en 1892 (ya no tanto como entonces y perdonen la tristeza). El tiempo aquel no es el mismo en la apenas casa de Francisco de Paula Benítez y María de los Santos Mendoza Gurrionero y de sus doce hijos, sobremanera el último de ellos, Abraham, César Abraham, del que nadie sabía mucho en esas soledades ateridas hasta que la confidencia que le reservaba la eternidad comenzó a buscarlo entre los hermanos, a los que la muerte comenzó a morderles el corazón.

Uno dice aquí la eternidad porque sabe que desde entonces la fatalidad escribiría la verdadera partida de nacimiento de quien más tarde fue un domingo en tales cumbres de su destino donde se nombraba entre las claras orejas de su burro, de su burro peruano en el Perú, acaso sin columbrar aún que muy luego, aquella eternidad que lo aguardaba lejísimo, en una clínica parisiense del boulevard Arago, corregiría el día jueves de lluvioso otoño que avizoraba extrañamente el peruano que digo en el soneto que hoy memoriza la tierra entera al mudarse a un viernes santo de perezosa llovizna cuando abril contaba sólo quince días de haberse librado del invierno y era 1938 en todos los relojes.

“Murió César Vallejo”, se había dicho asimismo en el soneto incesante, bien atrás, mas esta vez le cedería su luto aquella mañana de las nueve y veinte mientras su agonía añoraba al parque del Palais Royal que frecuentaran su hambre y su fervorosa dolencia real y metafísica, si creemos a Georgette, su amada, quien desacreditara de ese modo a ciertos apurados de su entorno de bohemia, hambre y tristura con ganas de  cobrar provecho como testigos de las últimas palabras del moribundo. No pocos de ellos, entre los asiduos de su amistad y camaradería viandante, le atribuían el postrero clamor de volverse a España, la España a la que rogara, en aquel memorable canto, donde le ruega que le retire el cáliz del aciago sangramiento de la República.

La muerte, así, anduvo al diestro de quien, como nombráramos hace un instante, signó sus dones en el achaque creador, la de los suyos, la de la muchacha, una y otra, la del íntimo de su afecto, Abraham Valdelomar. La muerte, en verdad,  ya había llegado puntual a sus primeros libros, prorrumpe en la primera página de Los heraldos negros y  transita por las páginas de Trilce, el libro fundador de un nuevo lenguaje para la poesía del hombre:

Los heraldos negros

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos,

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma…¡Yo no sé!

Son pocos; pero son…Abren zanjas oscuras

en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.

Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;

o los heraldos negros que nos manda la muerte.

Son las caídas hondas de los cristos del alma,

de alguna fe adorable que el Destino blasfema.

Esos golpes sangrientos son las palpitaciones

de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre…¡Pobre…pobre! Vuelve los ojos, como

cuando por el hombro nos llama una palmada;

vuelve los ojos locos, y todo lo vivido

se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes…¡Yo no sé!

Trilce

(poema I)

Quién hace tanta bulla, y ni deja

testar las islas que van quedando.

Un poco más de consideración

en cuanto será tarde, temprano,

y se aquilatará mejor

el guano, la simple calabrina tesórea

que brinda sin querer,

en el insular corazón,

salobre alcatraz, a cada hialóidea

grupada.

Un poco más de consideración,

Y el mantillo, seis de la tarde

de los mas soberbios bemoles

Y la península párase

por la espalda, abozaleada, impertérrita

en la línea mortal del equilibrio.

 

(poema XXVII)

Me da miedo ese chorro

Buen recuerdo, señor fuerte, implacable

cruel dulzor. Me da miedo.

En casa me da entero bien, entero

Lugar para este no saber dónde estar.

No entremos. Me da miedo este favor

de tornar por minutos, por puentes volados.

Yo no avanzo, señor dulce,

recuerdo valeroso, triste

esqueleto cantor.

Qué contenido, el de esta casa encantada,

me da muertes de azoque, y obtura

con plomo mis tomas

a la seca actualidad.

El chorro que no sabe a cómo vamos,

dame miedo, pavor.

Recuerdo valeroso, yo no avanzo.

Rubio y triste esqueleto, silba, silba.

Antes o más luego, está entendido, Todos han muerto y desde entonces, como lo asienta la cabeza de su caballo y cuando nadie asoma a la puerta de la casa ontológica anuncia: Murió mi eternidad y estoy velándola. Extraño sino este ¿no?, no sólo presentido; también como llaga de desollado vivo, aún sin morir y ya pisado por la tierra del dolor y sus muchas uñas, la de la prisión injusta, la del oficio indigno en una hacienda de humillados y ofendidos con la del hambre en su vientre y en el vivir, ese fiel lebrel que lo siguiera por París y por Europa, no más abandonaba algún hotel minable, por comederos de sopa huera, el empleo como paga de soldado, también el desaliño, al que afrentaba (Georgette dixit), por orgullo, acaso o por querer valerse frente a la humillación,  la camisa pulcra y el atuendo recién planchado, no se sabe cómo, a menudo en busca de alguna beca, un oficio propio de su universalidad, la oferta de un poema, la traducción de un dios literario, el socorro de algún camarada, las lecciones de español y  ni la dádiva una conferencia.

¿Cómo halló tiempo para ahuyentar el asedio famélico, la fiebre, el desplome del cuerpo y del ánima e irse al cuchitril de esta guisa al cuarto del hotel ingrato, a escribir el cuento, la novela, el teatro, y la poesía sobre todo?

Lo logró hartas veces. Hojear los tomos de sus obras completas dice largo sobre su afán por sobrepasar su precariedad viviente. Diríase que el dolor mismo, la carencia, la lastimadura física e interior, agudizaban su ofrecimiento a la gloria, una gloria siempre esquiva, cedida a ratos, con algún reconocimiento, un galardón.

No en vano buscó la amistad de José Carlos Mariátegui; abrazó  el socialismo,  fue comunista español, transitó y predicó el ideario marxista-leninista, participó en el Segundo Congreso Internacional para la Defensa de la Cultura, representó a su país en más de una ilusión, dijo un discurso sobre La responsabilidad del escritor y se fue a  Moscú donde supo de la redención del obrero y el campesino. Hartas veces se fue a Madrid,  conoció a Unamuno, a Gerardo Diego, se amistó con García Lorca, dio a conocer no pocos artículos políticos en la revista Bolívar, terminó una de sus obras de mayor nombramiento, La piedra cansada, anduvo con Neruda en controvertido acercamiento y padeció la guerra civil, Guernica, Teruel, celebró la resistencia de Barcelona y el triunfo del Frente Popular. Su amor por España, por la España de la República, su hora de esplendor y su obra sombría, colmará las páginas de España aparta de mi este cáliz. Su entonación angustiosa, su miedo al horror, su aflicción por la sangre derramada, por la dignidad humana derribada, encuentra en los niños de España y del mundo la inocencia de la esperanza frente a la jauría franquista:

Niños del mundo,

Si cae España-digo, es un decir-

si cae

del cielo abajo su antebrazo que asen,

en cabestro, dos láminas terrestres;

niños, ¡qué edad la de las sienes cóncavas!

¡qué temprano en el sol lo que os decía!

¡qué pronto en vuestro pecho el ruido anciano!

¡qué viejo vuestro 2 en el cuaderno!

¡Niños del mundo, está

la madre España con su vientre a cuestas;

está nuestra maestra con sus férulas,

está madre y maestra,

cruz y madera, porque os dio la altura,

vértigo y división y suma, niños;

está con ella, padres procesales!

(…)     

Nunca se escuchó voz humana más rotunda que este ansioso clamor por la España crucificada bajo el fascismo franquista. Perú, su Perú de Santiago de Chuco, el de Los Heraldos Negros y Trilce, es cierto, que fue un adiós sin regreso. Él lo sabía, lo presintió. Allá persistía sin desmayar el recuerdo ominoso de una cárcel, la muerte de su casa humana y aquella gallina negra, su gallina brutal y negra que ponía huevos vacíos y también la risita peruana que nunca soportó y el manoseo, el manoseo ese, como asevera insistente su amada enlutada.

Alguna vez sintió la fatalidad del regreso, pero más pudo el llamado oculto del enigma: la obra creadora, la lengua que talló con adverbios y sustantivos de una tierra desconocida por el hombre. Con Trilce entonó una voz otra, ignorada, para nuestro idioma, se atrevió con su forma y su esencia a privilegiar lo trágico, la humana verbosidad de la lastimadura, la carnalidad del espíritu, la metafísica del hombre golpeado en la víscera y el espíritu.

Desde que existe, esto es desde que la poesía lleva su nombre, ya nadie duda que el adiós de la muerte es un regreso al corazón del hombre y nos atrevemos a rezar con él:

El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado.

     Luis Alberto Crespo

 

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