Hay una plaza en Caracas cuyo desaliño, cuya poca gracia y su mutismo histórico es una contradicción del espacio que ocupara su demolición: la ergástula donde se elevaran las garitas y el cuerpo gris de aquel domicilio de las torturas y morada de la bestialización humana donde el dictador por antonomasia que fuera Juan Vicente Gómez determinara acallar a su adversarios, la mayoría escritores, gente de ideas y pensamientos humanistas y cuanto más figuras de todo oficio, mas de una misma y fraternal naturaleza: su destino de inquebrantables soñadores de la justicia y de sus libertades en aquella Venezuela ensombrecida por un régimen salvaje que amordazara a lo largo de 27 años la vida de su población.
Esa plaza, sin historia invisible para los transeúntes de la otra Venezuela, interrumpida por nuevas dictaduras y regímenes de elección popular de la maña y la hegemonía banderiza, nada dice de lo que allí había acaecido. Nada o sólo el murmullo casi borroso.
¿Qué se supo, qué se sabe hoy de lo que ocurría allí adentro, en ese redondel de celdas y grillos en los pies, la boca y el pensamiento sellado por el trapo de la amenaza y el dolor? Alguien, un valenciano escritor, periodista y narrador, José Rafael Pocaterra, dolido ya como fuera por el castrismo de Cipriano Castro, airado por naturaleza, libertario hasta por instinto, pergeñaría el recuerdo de su temporada en el infierno gomecista al interior de las paredes de La Rotunda. Día a día (o penumbra tras penumbra porque la luz del cielo no frecuentaba esa gehena) el prisionero que fuera Pocaterra fue narrando en su conciencia la biografía de aquellos condenados a la soledad, a la añagaza del silencio y el enlutamiento del espíritu.
Memorias de un venezolano de la decadencia, la tituló su autor, no sin un dejo de ironía. Apenas divulgadas sus páginas, luego de la extinción del dictador por muerte natural o porque así lo quiso una de sus tripas, su lectura significó más que la revelación del círculo infernal de La prisión y su grisalla: la historia de un país de caudillos de alpargatas y puñal en el cinto, el recuento de un sino perturbado una y hartas veces por el regreso al primitivismo, ora entenebrecido por la asonada de cuartel, ora mal acomodado por leyes listas a la burla y a la corrección de intereses de cachucha y corbata. La escritura de Pocaterra, su prosa con la minucia hórrida de lo que en ese infierno acaecía, desconoció los géneros literarios de entonces y de todo capricho escrito. No soportó la tilde del documento ni de su reportaje al pie del patíbulo como llamara julius Fusic a su calvario de torturado por la Gestapo checa. Acaso ello se deba a que las nuevas calificaciones genéricas de la prosa calificaron la obra como novela en cuyo contenido la realidad insoportable transcurre de tal guisa que es dable conciliarse con ella entendiéndola como una narración de la verdad convertida en esa monstruosidad que pintara Goya para demostrar que la verosimilitud engendra lo insólito. Tiempo después, García Márquez demostraría que era posible redactar una novela con lo vivido sin saltarle una copa a la fidelidad del reportaje.
La ayuda del tiempo literario, el severo juez que dicta el olvido o la perpetuidad de la cosa escrita, ha sentenciado la calificación genérica de Memorias de un venezolano de la decadencia, señalándola como libro donde todo lo vivido alcanza la irrealidad de su padecimiento. Trata entonces, sentencia el juez de todo escrito humano, de una obra literaria. ¿Por qué se dice de esta obra que es una conjunción de géneros? Porque dentro de su atmósfera dantesca hace intromisión hasta la historia política -como ya se anotara- de la Venezuela de antes, durante y después del gomecismo y porque allí, en su lectura y fuera de ella, ocurre la burla a la libertad de opinión que padecieran los exiliados víctimas de Gómez y del gomecismo (entre ellos Pocaterra) en Nueva York y otros lugares de Norteamérica y fuera de ella, sus espías ilustraban el grado de conveniencia del gobierno norteamericano que se beneficiaba de la riqueza petrolera que le ofreciera Gómez largamente.
Al margen pues de ese ayer de oprobio que fuera el personaje central de las Memorias, el libro glosa con visión de mañana lo que ha sido desde entonces la injerencia de los gobiernos de los Estados Unidos de Norteamérica y de sus aliados en nuestro destino político, económico y social.
En sus días de exiliado, Pocaterra logró divulgar la brutalidad y salvajismo gomecista, reunidas luego en la edición de las Cartas hiperbóreas. El tiempo en que fueron escritas no se ha borrado, ya lo sabemos: se llaman más de setecientos bloqueos económicos, la falsedad del periódico, la palabra, la borradura de nuestra verdad histórica, la ofensa a la constitucionalidad de un gobierno popular. Hoy, releer a las Memorias de un venezolano de la decadencia invita a transitar un pasado que nos asedia con anularlo, concordia que el venezolano frecuenta ignorando los quejidos que sepulta el olvido bajo su cemento y su flora anónima.
Luis Alberto Crespo