De Aracataca-ya se sabe-no queda ni el nombre, pero de Macondo-el nombre del pueblo de la novela indispensable con la que hoy se le ha bautizado reconoce- tampoco: ambas terminaron siendo una escritura, el embrujo de una escritura. En vano recorremos sus calles (no las otras, las del realismo mágico) y no están allí: la borrada Aracataca resultaba demasiado real antiliteraria (Rimbaud diría que sufría de la arruga de la realidad), con sus ventorrillos y tienduchos sirios, sus talleres mecánicos, el rugido de las motos y los tubos de escape, su mal maquillada modernidad de cemento anuncio comercial. El mítico Macondo, que la suplantara, hace tiempo se mudó enteramente desde el día en que el coronel Aureliano Buendía, frente a pelotón al de fusilamiento, “había de recordar aquella tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Ni siquiera las piedras del río de ambos pueblos en nada se asemejan a los huevos de los mastodontes: sus aguas (¿cuáles, las de verdad, las inventadas?) sólo arrastran, menudos o poco insólitos guijarros; y si volara un bando de mariposas por alguna esquina (acaso escapadas de la montaña cercana) nadie las confundiría con las que presagiara la aparición de Mauricio Babilonia.
Es que el realismo mágico ha acabado (el estilo ¿no es el carácter, más si es literario?) por igual con la realidad y su mentira o mejor dicho lo ha ocasionado la presencia en este mundo de Cien años de soledad y de lo mucho que la ha alterado (enriqueciéndola) el recuerdo de su lectura cuando juega el juego de su recreación o la travesura de embrollar la individualidad de los otros títulos con los que quiso distinguirlos el propio Gabo. Pasa que todo lo que éste inventara hace ya tiempo que la atmósfera encantadora de Cien años cubre invasivamente el resto de las otras obras y acaso hasta en El amor en los tiempos del cólera, el acuchillamiento del pobre Nasar en la Crónica de una muerte anunciada se respire la impronta del lenguaje de la novela de los Buendía. Desde que es menos una novela que de sortilegios todo cuanto escribiera su autor busca conciliarse con su indistinto hechizo . Hoy, El coronel no tiene quien le escriba y la cándida Eréndira parecieran reclamar su lugar en los capítulos donde Remedios la bella vuela en vida hasta el cielo.
Si lo que llevamos dicho fuera cierto, nada raro sería que después de concluir la relectura física y recordada de Cien años de soledad (¿cuántas han sido? y ya se anuncia la versión fílmica de su adaptación a pantalla) nos atribuyéramos su autoría y tenga razón Maurice Blanchot cuando asegura que “todo escritor, todo artista, es rechazado y hasta excluido por su propia obra” y que “su autor abriga en sí mismo al lector de lo que él ha escrito”. De allí que no resultaría funambulesco que cada uno de nosotros nos pretendamos García Márquez por el simple hecho de haber leído, releído, inventado y reinventado a Cien años de soledad y el resto de la obra que lleve ese nombre. Alguien, en cualquier parte del mundo, lo es en este momento, después de agotar la lectura de la última página del libro talismánico desmintiendo así el contenido de los pergaminos que descifrara Aureliano Buendía donde se concluía “que todo lo escrito por ellos era irrepetible”. Entonces Aracataca y Macondo recuperarían el lugar de nuestra inocencia, que no tiene más patria que la escritura de un encantamiento.
Luis Alberto Crespo