Nunca imaginó María Eugenia Alonso que su regreso a Venezuela en el pequeño tren de juguete que aun en la espera en una estación de Biarritz, al sur de Francia, la conduciría para siempre a la gloria, menos aún lo hubiera previsto la inventora de Ifigenia, en su diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba.
Era en 1924, mientras el país era asolado por Juan Vicente Gómez, cuando el libro circuló en París. La entonces bisoña novelista casi no había conocido a Caracas, siquiera la intimidad del país de su burguesía terrófaga de caudillos militares de alpargata que no fuera el aledaño de Tazón, la hacienda de la familia, cuya añoranza la moviera para eternizarla en otra novela, la tranquila, la bucólica narración de Memorias de mamá blanca.
De la Caracas de las horas de su infancia y juventud, (el refinamiento y la prestancia de su estirpe, la de los ojos azules de los Sanojo) Teresa de la Parra recordaría un ayer de crepúsculo de último colonialismo, el sopor en los patios de las casonas y la índole de una sociedad de privilegios masculinos donde la mujer tenía prohibida el ocuparse de ese ocio de hombre que era el oficio de escribir, porque entre otras exclusiones propias de su condición, corría el albur de distraerla de sus menesteres de ama de casa y de la maternidad.
La pronta nombradía literaria que habría de conocer la caraqueña (en verdad había nacido en París y sufrido en Madrid el internado religioso para señoritas de su clase) empezaría en Francia y en Europa, con la publicación de su obra y su versión al francés de Francis de Miomandre, quien saludara sus excelencias literarias , (“el temple”, “la armonía sutil”, “el ritmo secreto”, de “una confesión de sociedad escogida”), mientras la autora frecuentaba los círculos literarios del momento y gozaba del conocimiento de los escritores y de la última mundanidad de la belle époque. Se leía la narrativa realista, naturalista, social, se desconocía aún al Ulises de Joyce y el sello Gallimard lamentaba el haber rechazado Por el Camino de Swann de Marcel Proust porque a André Gide (uno de sus directivos) la desestimaba por el exceso de duquesas de sus páginas.
En los cafés, en los mentideros literarios y artísticos de Saint Germaíin-des-Près y Montparnasse, Breton y el surrealismo (de cuyo interés o curiosidad nunca pareció al menos distraer a nuestro personaje) airaba las buenas conciencias de la cultura y un tanto amodorrado imaginario, ahítas de positivismo y sometida al freno del razonamiento cartesiano.
Tampoco avizoró la autora de Ifigenia y Mamá Blanca que los inicios de su destino de escritora (Venezuela era demasiado rural, llegaba hasta Valencia y más allá hasta Maracaibo y su sorpresivo tufo a mené) había comenzado en una revista dirigida por Rómulo Gallegos y que la obra de su lejano nombramiento marcaría otro rumbo de forma y contenido al de Doña Bárbara, entre el buen decir de una señorita refinada de la clase social caraqueña, el frufrú de la falda larga, el olor a Guerlain y la verba primitiva de terrófaga salvaje, de una casiqua, bruja y ama de la barbarie apureña.
Con su tino incomparable cada vez que analiza y piensa el país, Picón Salas advertiría que Teresa de la Parra “hubo de morir silenciosamente en un instante en que los venezolanos ni siquiera nos detuvimos a meditar cuánto significaba su nombre en la más depurada tradición cultural del país”.
Harta y varia es la crítica que elogia las dos únicas novelas de Teresa de la Parra. Las virtudes literarias que la perpetúan olvidan sus añoranzas de las postrimerías del colonialismo criollo y su aislamiento (¿o desinterés?) por el tiempo oscuro y medroso del gomecismo cuando los escritores del 28 se atrevieron a objetar la dictadura arriesgando la cárcel, la lastimadura, el destierro y la muerte; y que se entretuviera en la bellísima redacción de su cuento Flor de loto cuando el humanismo se desangraba en las trincheras de la primera guerra mundial.
Ella, Teresa de la Parra, es hoy, la escritura de una narrativa moderna en un momento donde el género privilegiaba el calco del habla regional, la confidencia de aldea y de corral, el realismo de lo típico. La movió la sinceridad de ser ella misma, de “atreverse” en una sociedad para hombres, atenta al cuidado de una prosa poco frecuente en esos días (que no fuera la del estilo de Ídolos rotos) propuesta con elegancia y refinamiento, como la distingue Julieta Fombona en el docto prólogo de la edición de la Biblioteca Ayacucho o transfigurada por la metáfora de la soledad y la nostalgia, como la distingue Velia Bosch en el siguiente prólogo, al detenerse en sus personajes de relieve, María Eugenia Alonso, la joven vencida de Ifigenia y la anónima suspirante de la ternura (o mal oculta Teresa de la Parra) de Las Memorias de mamá blanca, esto es la epifanía del fastidio y la inocencia como una de las bellas artes de una muchacha que logra la magnificencia de una novela porque se aburre y porque no olvida la nostalgia de un paraíso lejano.
La improbable lectura de Ifigenia que hubiera hecho Marcel Proust, acaso la hubiera comparado con su cita de Mallarmé en una de las páginas de En busca del tiempo perdido revelando así
quand du stéril hiver a resplandit l´ennui.
Luis Alberto Crespo