Herrera Toro lo dibujó para que no se olvidaran sus rasgos de anticuario, el sombrero alegre, sus anteojos de músico, el bigote de saltamontes.
Era crespero, esto es, de los tiempos del caudillo de Parapara de Ortiz, a quien un antojo geográfico le concedió ficha de identidad llanera cuando su papeles de nacimiento fueron aragüeños. Moriría después, en 1894, no muy lejos del gobierno de bolsillo de Ignacio Andrades y lejos y del largo mandato del general Guzmán Blanco de barba de cabro, cuya petulancia se empeñara en tildarlo de “Ilustre Americano” y mandara que lo subiera a un corcel de bronce, al que la cháchara caraqueña motejó de “El saludante” por culpa del escultor que le pidió prestado el quépis para desnudarle la calva.
La tinta del artista precursor de los pintores de nuestra guerra bolivariana lo sorprendió acaso como fue: casi triste, sin mucho arresto de letrado, muy civil, como pendiente de esperar lo que sucedía en el devenir de la República, entre el auge y la caída del café y la horda de langostas. Faltaba mucho para que aparecieran Castro y Gómez, que se vendrían a pie y a caballo a fundar el liberalismo amarillo, pero poco le importaba a Arístides Rojas ese fatal avatar de nuestro recuento de asonadas de encachuchados, ganoso como se hallaba en atender al acaecer del embrollo de esos generales de alpargatas, ahítos de monte y culebra y del país del bandolero y la soledad de los caminos polvorientos y de chubascos: él estaba ahí para contar, para referir, para anotar nuestra historia risueña y malbaratada, naciente y muriente, con la revuelta en cada esquina y la grita de viva no sé quién.
El sopor de entonces y sus sobresaltos muchos de una Venezuela agricultora y pastoril, olorosa a arreo, a café y a cacao, el automóvil con cascos y brida y de carroza de pretensión social y de tráfago placentero o mercantil, nunca distrajeron su apartamiento de memoralista mientras rasgaba bastante los papeles de sus abultados manuscritos con la puya de la pluma. Entonces nada parecía escapársele de su memoria y de su mirada, por decir de nuestro pretérito y nuestro instante, en su fervor de historiador minucioso y de cronista vagaroso. Nada, ni el suceder del destino de su país paisajista (el arte se daba a copiar con obediente realismo el mogote, el Ávila y otras serranías, el agua del caño caraqueño o del aledaño, el retrato del señor o la doña, un perro, un jumento, el corcel del mantuano y si no del empresario) , ni el qué dirán, ni menos el embuste o la media verdad, el mentidero de la cuadra y del sembrado o aquel asunto daríano de algún día de la libélula vaga de la vaga ilusión; tampoco de la leyenda, a la que tuvo tan del cabestro, fiel a su prurito de rememorador de lo trascedente y lo banal.
Tal fue el largo rato que Arístides Rojas le prestó a nuestro pasado, tanto, que durante y después de haber concluido sus achaques de escriba capitalino y nacional, nadie que se pretenda historiador o cronista cometería la distracción de averiguarlo porque en verdad cuanto dejó escrito es hoy fuente, venero del recuento historiográfico y anecdótico, como oferta el agobiado volumen que le cedió la Biblioteca Ayacucho donde lo incluye, ungiéndolo, entre sus Clásicos.
Háyanse allí un como desmesurado bazar de lecturas harto diverso acerca de cuándo Venezuela fue aquélla, la de lo perdurable y lo perecedero, la de alguna vez y la del todavía, pero que consiste, determina, explica, qué de nosotros se eterniza y es polvo de olvido, indispensable, juntamente, para deletrear nuestra idiosincrasia, como se ve hojeando el asendereado volumen, en el que conviven lo penoso y lo risueño, lo primoroso y lo rudo, la minucia y el infinito; lo total, en suma, el absoluto, donde todo cabe para que nada se devasta.
Un apurado hojeo y ojeo de este libro sobre los Orígenes venezolanos, historia, tradiciones, crónicas y leyendas, que de esta guisa trata su lectura, reúne, amontona mejor, un magnífico y a la vez obligado valor documental en el cual se define exhaustiva e inagotablemente la verdad y la ficción de lo que fuimos y medramos. Es cierto: nada o casi nada se le escapó al memorioso Arístides Rojas: las cosas sabidas y por saberse, la materia de la eternidad y sus restos de polvareda.
¿A qué recitar su contenido? Todo hace allí multitud, aglomeración, con Bolívar, claro está, con su puntualísima presencia, y nuestra historia grande y menuda, pero para siempre.
Luis Alberto Crespo