Nació en 1899 mientras Cipriano Castro y su gente de la neblina tachirense se hacían con Venezuela. Fue de El Salvador, de la América pequeña adonde fuera a buscar cantos, vidas y dolores humanos en el tupido verde del paisaje. En verdad se llamó Salvador Salazar Arrué, pero la historia de su eternidad le dice Salarrué.
Escribió en criollo, en lengua vernácula, los asuntos propios de sus paisanos y de su propia invención. Fue entonces típico y ajeno, esto es, del lugar y del imaginario que en su caso adornó de embrujo narrativo, copiando e inventando la memoria de los indios de allá y de los mestizos, también de los obreros mientras que los malvados de charretera y sus cómplices de malechuría lo disminuían a porrazos, heridas y desangramiento. Como por querer con atrocidad humanizar el despojo de la vida y la expropiación de las sementeras.
La tierra y sus moradores de pelo cerdoso sufrían los arrebatos de las tierras ancestrales de parte de los robadores de tanto monte y milpa como se cubren los lomos, hasta los techos entejados y los patios. Un día dijo lo mejor de su arte y con frecuente metáfora salvadoreña, a la marimba rústica le duele el pecho y llora. Poco importa que nos fatigue tanto localismo: la poética cunde en sus anécdotas con risueña y dolorosa lectura. Huele a fronda y a siembra, sabe a mujer hasta en su vestido y hay un regusto a sensualidad y la ternura de las palabras conviven en íntima alianza con la pesadumbre, la cuchillada y la bala. Llueve o da sed en la boca y en las siembras, según.
El escritor Sergio Ramírez, anota en el prefacio de la edición de los clásicos de la Biblioteca Ayacucho, que Salarrué solía reducir las confidencias de sus cuentos -sobre todo sus cuentos, sus admirables cuentos- a la pequeñez del haikú de Tablada, a pesar de la abundancia de oprobios que lastima a esas personas emplumas y de tela áspera del había una vez, golpeados o desangrados por los encapuchados de las charreteras y su comitiva de desalmados de corbata y paltó.
Sí; hay mucha llaga y mucha sangre derramada a vuelta de página, pero asimismo aroma, asimismo caramillo y arpa y baile y amoríos, narrados con el estilo del criollismo, cuya minuciosidad adorna la imagen bella, casi como si remedara la lírica tan dulce, pero además la queja de la elegía tan llorosa.
El indio es bicho para los hombres del poder de la caserna, el recibo del señor terrófago y el despacho. Alguien llegó a decir: nos gustaría que esta raza pestilente fuera exterminada. Mas no todo es maltrato y degollina en la lectura de Cuentos de barro o Trasmallo, como hemos ya anotado, pues que las delicias del idioma curan con esmero estas tristezas: Salarrué ha mirado los niños de su amoratada y enterrada patria y los entretiene contándoles sus Cuentos de cipotes, escritos como se habla en la calle y en los campos, sin atender a la ortografía porque están concluidos con la voz o sus remedos, como aquel de la lucecita misteriosa o copiados casi del Polpol Vuh. Para los adultos reservó O´Yarkandal y Remontando el Ullán, los cuales son -se diría- pura poesía en prosa, a pesar de la contaminación retórica en que se empeñara en padecer su autor, con desmedro de su mejor arte de ficción. Leamos, si no, lo que narra en un momento de Trasmallo
Don Federico tocaba el violín; un violín humilde, remendado y con bienteveo; un violín triste de iglesia; de esos violines pobrecitos que nadie entiende.
Cuando sintió que se iba a morir pensó en el mar, en irse hasta allá y meterse bien adentro. De nada le sirvió; sigue vivo cada vez que abrimos sus libros de cuentos y más si lo hacen los mocosos, sus paisanos de ojos grandes, quienes, como nosotros, no queremos que cometa ningún punto final.
Luis Alberto Crespo