Lo dijo Ángel Rama, su director literario (era 1974, los días de la Venezuela opípara que gozaba de un altísimo ingreso petrolero), Ayacucho como “una Biblioteca concebida con un criterio culturalista latinoamericano que recogiera el legado civilizador de América Latina”; y Oscar Rodríguez Ortiz, su director editorial, daba aviso de su contenido y explicaba “que en una misma colección de libros estuviera, junto a Borges o García Márquez, una antología del pensamiento conservador continental que se acompañase con una dedicada al utopismo socialista”.
El poeta José Ramón Medina, su presidente, hacía posible la vida toda de la institución, la cual contradecía su largueza liberal o permisiva con el régimen de entonces, obediente a ese centralismo ideológico o derechista denominado neoliberalismo.
Fue un reto, entonces, un atrevimiento, si no, pues en su comité editorial figuraban nombres de la izquierda literaria (precedida por Rama). Su título era herencia de aquella Editorial América que inventara Rufino Blanco Fombona, una de cuyas colecciones llevaba el nombre de Ayacucho.
Huelga hoy repetir, con el lugar común de la minucia, la génesis de su nacimiento y de los primeros títulos. Su nombramiento se difundió por el continente y más allá. Otras Bibliotecas respaldaban su pertinencia, como la de Henríquez Ureña y la de La Habana.
Rama remarcaba su alcance conceptual, su canon:
El avatar político no lastimó en nada el espíritu de la editorial. Ella había nacido en aquellos años de la nominada izquierda literaria. Venezuela había abierto sus puertas a los escritores que huían de los gobiernos neo colonialistas y represores del Sur. Cuba fundaba su ilusión liberadora, su revolución. Negar esta verdad en la Venezuela de los setenta sería cometer lesa felonía. El devenir político de Venezuela no cambió ni mudó el rumbo que se había propuesto la Biblioteca Ayacucho desde su nacimiento.
Los tiempos luengos de su génesis conocieron altibajos, es cierto, pero el prestigio de su línea clásica así como el de sus colecciones, Claves de América y La Expresión Americana, sortearon no pocos escollos. Su puntualidad en la oferta de la lectura de lo que somos en el pensamiento y el imaginario persistió, así como la difusión de sus títulos y la respuesta que recibía de instituciones culturales de las universidades, la variedad de casas de estudios, el ámbito diplomático y los acuerdos de reciprocidad más variados.
El celo en la amplitud temática y en el equilibrio de honrar los nombres de sus autores se mantendrían vivos. La figura intelectual y de servidor público de su presidente, y de la valía humanística y literaria de su equipo editor, reforzaban los retos que asumía la Biblioteca en lograr ofrecer aquellos nombres de las letras continentales acaso olvidados o a la espera de la relectura de sus obras, junto con las de los nuevos clásicos nacionales e internacionales del quehacer escritural.
Venezuela sufrió a partir de estos años de bloqueos económicos (por todos conocidos), crisis energética y el quebrantamiento a la soberanía, así como los vaivenes de los suministros del papel lastimarían ayer y hoy la producción editorial de nuestro país, y sobremanera la de sus casas editoras públicas, entre ellas la Biblioteca Ayacucho.
El retardo en la producción se dolió de la crisis que hoy conocemos: las reediciones ralearon y los nuevos títulos dieron a esperar el ritmo de sus ofertas. Sin desmayar un punto, la Institución afrontó nuevos retos. La capacidad inventiva de su equipo fue en busca de otros lectores, los de las nuevas generaciones, los de un público menos docto, diríase, o en todo caso requerido de una fórmula más didáctica, si se quiere, como fueron las ediciones ilustradas y las colecciones de bolsillo.
¿Qué es ahora la Biblioteca en medio de la crisis económica que enfrenta desde todos los extremos la nación? Nunca como ahora nuestra acción editorial ha alimentado con tanto denuedo las ferias literarias anuales y bianuales, la circulación de nuevos títulos de nuestros escritores de nombradía y de aquellos recién reconocidos en las tan variadas justas de las letras. Tocole a la Biblioteca renovarse a la luz de la crisis que decimos. La producción del libro físico que propone en estos días su versión en línea paliaba esos vaivenes de marras.
La lectura virtual ha venido a socorrer el devenir del consumo lector cada vez más frecuente, pero ocurre que si las adaptaciones formales del libro han conocido nuevos diseños, como los de Monte Ávila y El perro y la rana, los sellos editoriales del Ministerio del Poder Popular para la Cultura mal pueden alcanzar el perfil tradicional de la Colección Clásica de la Biblioteca Ayacucho. Su diseño, desde sus inicios, reclama su invariabilidad ofrecida a su lector internacional y a la variedad de las instituciones habituadas a su confección física, por lo que es fuerza afirmar que la Biblioteca sufre de su propia imagen formal: mal podría modificar su perfil formal.
Más aún, consciente de este duro obstáculo, ella ha insistido en ser fiel a sí misma, como lo ha probado la actual oferta de sus títulos, donde se alían la obra del autor nacional y el foráneo, además de acercar a un lector más lato a la edición digital. Es cierto que nuestra presencia en las ferias internacionales del libro no acusa la frecuente participación de otros días. El cerco económico no es ajeno a esta irregular ausencia. Con todo, si bien es verdad que la variada producción de la Biblioteca no es la misma que la que conociera antes, la fidelidad a su canon no ha desmayado, dando a conocer nuevos títulos.
He aquí su presencia en medio del avatar que hemos señalado. Nuestra nostalgia de Ángel Rama no ha cejado, como tampoco el destino mismo de la Biblioteca Ayacucho. Aún se mantienen vivas aquellas palabras del intelectual y catedrático uruguayo durante los días iniciales de su creación en 1974, en las cuales palpita la eternidad de la Institución editora: “el pasado no es recuperado en función de archivo muerto, sino como un depósito de energías vivientes que sostienen, esclarecen y justifican el proceso de avance y transformación revolucionaria”. ¿Quién duda hoy que esta histórica creación editorial, que ilustra la impronta aquella de Bolívar de la moral y luces como exigencias primordiales de su revolución, hoy rediviva, nació para perpetuarse y perpetuarnos?
Luis Alberto Crespo